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27 de enero de 2014

BICI EN UN DÍA DE LLUVIA


No suele ser una buena ocurrencia. La verdad es que cuando salí de casa no llovía, y no me molesté en averiguar si aquellas nubes negras que venían por el mar significaban algo.
Al llegar a San Xurxo, con la intención de pedalear hasta Ponzos, creí que el único inconveniente sería un fuerte viento en contra al volver. Lo que, como digo al principio, no fue una buena ocurrencia. Cuando empezó a chispear no fui capaz de reconocer que estaba entrando un frente de lluvia. Pero ya estaba allí, y me dije, si llueve algo, pues me mojo. ¡Pues vaya si me mojé!
Por la carretera de San Xurxo a Cobas la lluvia cada vez era más fuerte, pero llevar el viento de espalda te anima, y seguí adelante.
Al llegar a la entrada de Esmelle, pensé, voy a ver como rompe. Cuando faltaban 50 metros, tuve que bajarme de la bici, porque me tiraba el viento. Allá bajo, sobre la arena, una bandada de gaviotas aguantaban el tipo impertérritas. ¿Qué sentirán estos bichos?; aunque supongo que ya estarán acostumbradas, después de millones de años; en sus genes va incluído el no sentir nada especial. Simplemente que hay que estarse quietecitas mientras no pase el temporal. Lo fundamental es que haya bichitos por la arena que llevarse a la boca, o jurelitos nadando entre las olas. Cuando calme vamos a por ellos.
Retomé la ruta, pasé por el camping -casi me tira allí el viento-, subí trabajosamente la cuesta hasta la carretera de Cobas y me metí por el camino entre las casas, que gusto, que abrigado estaba. Y, al fin, la bajada a toda pastilla hasta Ponzos. Cuesta abajo y con un ventarrón en la espalda: no me llegaban los frenos.




La playa de Ponzos, bellísima, aun en un día horroroso. Si caminas hasta el final de la playa, es como si estuvieses en el fin del mundo. 

Qué impresionante, el recorte que le pegaron los maretones a las dunas. He oído que incluso se cayó un trozo de acantilado. Cinco minutos para ver la playa y de nuevo en la carretera. Lo peor viene ahora, la subida de Ponzos y contra el viento. Tanto, que termino caminando con la bici en la mano, voy más rápido que pedaleando. Ir contra el viento, ¡qué desagradable! Ya estoy empapado, y aún encima, cuando ruedo en las cuestas abajo deprisa, las ruedas me lanzan el agua a la cara y a la espalda. Apago y escondo el teléfono que llevo, por temor a que se estropee al ir en el bolsillo, y lo guardo en uno interior. Después lo encontraré también mojado. Retorno por la misma ruta que al ir.
Cuando estoy cerca de San Xurxo y llego al camino que atraviesa el esteiro por detrás de las dunas me lo pienso, ya que acortaría mucho para llegar al coche. Pero me temo que las lagunas corten ya el paso. Cada vez llueve más. Me meto por el sendero y, lo que sospechaba, hay que atravesar enormes charcos en los que me hundo hasta la pantorrilla. Ya me es igual, lo que quiero es llegar al abrigo cuanto antes, chapoteo por el agua con determinación. Voy empujando la bici ya que el camino es, más adelante, muy arenoso. Por fin salgo a la carretera y, ¡he llegado al coche! Estoy absolutamente empapado. La próxima vez me traeré ropa de agua. O miraré el pronóstico de meteo y me quedaré en casa viendo el telediario. O volveré a recorrer, tranquilamente, la hora y cuarenta minutos que llevo de pedaleo. Porque una mojadura, de vez en cuando, no hace ningún daño, todo lo contrario.

16 de enero de 2014

NORDKAPP.9 . LA TUNDRA


               LA TUNDRA

Los renos no se preocupan demasiado por los escasos vehículos que circulan por aquí. Lo que está haciendo éste que vemos,
puede hacer lo mismo también a la salida de una curva, por ejemplo.















El amanecer es frío, húmedo, está nublado y no muy acogedor. Si sale el sol, estas tierras se transforman en un amable paisaje, pero cuando el clima se tuerce, aún en verano, parecería que estamos en nuestro invierno, o aún peor. La temperatura puede acercarse a los cero grados a estas horas de la mañana. Recogemos y nos ponemos de nuevo en ruta.
A poco de comenzar a rodar, tenemos nuestra primera sorpresa del día; a lo lejos, a unos cientos de metros, se nos cruza un hermoso animal astado que atraviesa majestuosamente la cinta de asfalto. Es un reno.
Poco a poco nos vamos cruzando cada vez con más animales de estos, aislados o en grupo. Como a veces los encontramos al salir de curvas o de cambios de rasante, se impone moderar la velocidad ya que un choque con ellos podría ser muy peligroso. La carretera es recta y el tráfico brilla por su ausencia, pero no nos atrevemos a pasar de los ochenta o noventa kilómetros por hora, ya que incluso en las rectas no hay que descartar que varios renos se pongan a atravesar sin preocuparse de qué es lo que viene hacia ellos. Es un bicho tranquilo, no demasiado asustadizo, que permite un cierto acercamiento, algunos hasta el punto de casi tocarlos, a lo que sin embargo tampoco nos atrevemos ya que no sabemos nada de sus reacciones, y sus cornamentas imponen un gran respeto.
A media mañana llegamos a uno de los centros turísticos más importantes de Laponia, Ivalo, a orillas del lago Inari.


Foto Guild Travel

Nos detenemos, ya que aquí hay cosas curiosas que ver, aunque no nos atraen tanto las dedicadas a los turistas como las referentes a cómo es la vida de esta gente. Observamos, por ejemplo, que hoy parece ser el primer día de clase en los colegios. Lo mismo que en cualquier parte del mundo, la chiquillería sale de un edificio con indudable aspecto de colegio, gritando, jugando y riendo... La diferencia es que aquí estamos a mediados de agosto y todos van vestidos con estupendos anoraks de llamativos colores, y que los ojos de estos niños son bastante rasgados. Vemos como a algunos los vienen a recoger sus padres en el coche familiar...
Pienso, en ese momento, que hay actitudes del ser humano que se repiten en cualquier geografía, por muy diferente que ésta pueda ser.
Hoy conduce Quim, por lo que yo vengo estudiando el plano de carreteras. Una idea me surge en la mente, y decido indagar las posibilidades de llevarla a cabo. Observo en el mapa que la población en donde estamos ahora dista tan solo 46 Km. de la frontera con la Unión Soviética. ¿Qué pasaría si vamos hasta allí e intentamos entrar? En el mapa se ve que al otro lado de la frontera se abre un país aún mas desolado que por el que viajamos ahora. La falta de carreteras y de poblaciones es bien notorio, según se ve en el trazado del plano. Lagos y bosques parecen ser las únicas cosas que descubrir al otro lado de esa trascendental línea divisoria.


La ruta seguida va desde el golfo de Botnia hacia el norte, hasta el lago Inari, en dónde giramos hacia el NO para entrar en Noruega.

Nos dirigimos a una oficina de turismo y le hacemos la misma pregunta a una funcionaria. Ésta, muy amablemente, nos quita la idea de la cabeza. Para pasar a la URSS hay que solicitar previamente un visado especial que, por otra parte, no podríamos obtenerlo en Ivalo. Incluso, las autoridades soviéticas exigen llevar un plan de viaje a través de una Agencia.
      Desilusionados, descartamos la idea. Además, unos días después, nos recorrerá un escalofrío por la espalda al conocer los inesperados e imprevisibles acontecimientos que van a suceder, pensando en que nosotros hubiéramos podido estar dentro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el momento en el que, solo cuatro días más tarde, se produce el golpe de Estado de Agosto de 1991, y los tanques salen a las calles...
Cambiamos dinero para hacer alguna comprilla, aunque nos fijamos que las compras realmente interesantes son caras. Productos de magnífica artesanía, pieles, joyas, etc., son regalos atractivos que nos gustaría llevar, pero exigen un fuerte desembolso que nosotros no nos podemos permitir. Entramos en una ferretería en donde tienen también artículos deportivos. Nos llama la atención que la caza y la pesca parecen ser dos entretenimientos muy populares por aquí, por el magnífico surtido que hay para el aficionado.
Al cambiar dinero nos fijamos en las magníficas instalaciones de las entidades bancarias, lo que para mí es un síntoma muy claro de la buena salud de la economía de esta gente. Después de tomarnos un café, retomamos una vez más nuestro camino.
Al poco rato, Quim me llama la atención por un cartel que se ve al borde de la carretera: en finlandés y en inglés anuncian el alquiler de avionetas.


Dicen que éste es el vehículo más adecuado para ir a hacer la compra al "hiper" en estas tierras.

La afición de Quim a la aviación es muy fuerte como para resistir la tentación de curiosear. Entramos por un camino de tierra que cien metros más adelante termina en la orilla de un pequeño y hermoso lago. Allí, justo al borde del agua, una cabaña y un desembarcadero sirven como terminal aérea para una avioneta hidroavión de una hélice, quizás una "Piper" -yo no entiendo mucho-, con las alas por encima de la carlinga, pintada en blanco y rojo.
Fácilmente se da uno cuenta de la importancia de estos aparatos en estas inmensas soledades, donde las distancias a recorrer en cualquier desplazamiento son enormes y donde, también, el grado de civilización alcanzado por sus habitantes es lo suficientemente importante como para justificar el uso de este medio de transporte. En invierno puede ser, aparte de los trineos de perros, el único procedimiento para moverse por las heladas e inhóspitas llanuras, ya que prácticamente desaparecen las carreteras bajo varios metros de nieve.
       La agradable -en aquel momento- temperatura nos invita a pasear un rato por aquel sitio hasta que, de pronto, descubro un precioso y tremendo animal astado bebiendo agua unos metros más allá de donde estamos nosotros.



La luz y el lugar son inmejorables para hacer unas fotos, así que decido arriesgarme a ser corneado o, por lo menos, tener que tirarme apresuradamente al agua. Camino muy despacio hacia el reno. Hago primero un par de fotos con teleobjetivo de 250 mm., y como veo que me puedo acercar más, lo cambio por el de 50 mm. Cuando estoy a solo quince metros de distancia, me detengo, ya que el bicho ha levantado la cabeza y se ha vuelto hacia mí, aunque su actitud no me parece amenazadora. Venzo mis temores, me envalentono y continúo acercándome. Al fin me dispongo a hacerle varias fotos. Pero debe ser un reno muy civilizado, ya que hubiera jurado que al verme la máquina de fotos se dispone a posar pacientemente, primero poniendo su cabeza de lado, con lo que puedo hacer una estupenda instantánea del perfil de sus cuernos, y después le hago otras de frente, en la que me mira con cierto aire de ligera paciencia, mezclada con cierta condescendencia hacia un ingenuo turista como yo.





El tiempo mejora esa tarde, mientras nuestro coche rueda hacia el Noroeste, en dirección a la frontera noruega. Hay nubes y claros que realzan más el paisaje que atravesamos. Surgen ya ligeras colinas en medio de la llanura (recuérdese que desde los Pirineos no hemos visto un desnivel de más de cien metros de elevación). La vegetación ha disminuido muchísimo, haciéndose más raquítica; arbustos, pequeños árboles de uno a dos metros tan solo de altura, en resumen lo que se supone que debe ser la típica tundra siberiana, cuyo borde estamos tocando geográficamente.
En estas tierras la densidad de población es de solo 1 habitante por Km. cuadrado, y eso contando con las zonas costeras, que levantan bastante el promedio. Por donde vamos no se ven, durante kilómetros y kilómetros, ni casas, ni pueblos, ni campos de cultivo, o signo cualquiera de vida. Aquello está realmente vacío. Como mucho, unos cuantos renos que pastan, a sus anchas, en algún sitio de estas inmensidades que -nos damos cuenta- les pertenecen a ellos en realidad.
La carretera, no sé si porque está en reparaciones o porque es así, se transforma en un agreste camino de tierra por el que nuestro Mitsu va levantando una nube de polvo.


Al cabo de unas horas de rodar hacia el sol -hacia el noroeste-, vemos un cartel que dice "KARIGASNIEMI - GAREGASNJARGA". Poco después descubrimos que quiere indicarnos que estamos llegando a la frontera con Noruega, cuya población limítrofe es Karigasniemi. Sinceramente, no sé como no nos dimos cuenta al leer el cartel...


Cabaña Lapona. Foto Viaggiscoop

Foto Mikello

10 de enero de 2014

HÉRCULES, EL GIGANTE QUE LLEGÓ A NUESTRAS COSTAS

Nunca había visto las Islas Gabeiras totalmente rodeadas de espuma
Cuando vi su imagen, por vez primera, en un mapa de olas, me impresionó. Aunque reconozco que quizás no demasiado, ya que a pesar de su aspecto cabe esperar ese tipo de temporales en esta época. En el centro del Atlántico, producto de una baja muy intensa, una más de las que nos están azotando desde hace semanas, era una consecuencia lógica. Y carecía de un fetch de gran longitud, aunque sí de enorme intensidad, lo que auguraba un golpe de grandes olas, pero de muy corta duración, posiblemente menos de un día. Pero aquella gran mancha negra, el límite de los 45 pies, ¿qué tamaños de ola encerraba realmente? Porque los pronósticos eran, sin embargo, de alturas en la costa bastante normales para la época del año, apenas diez metros, quizás podría ser algo más.



En los últimos inviernos no ha habido demasiados temporales intensos, pero recuerdo el último temporal fuerte. Creo que fue en el 2010. Lo pude observar desde la punta Frouxeira, al mediodía, y luego desde la playa de los Botes, viendo casi desde el nivel del mar como olas gigantescas, de más de diez metros, entraban en la ensenada de Meirás. Aun guardo fotos de aquella ocasión. Y, por cierto, a este temporal casi nadie le prestó atención.


Pero esta vez los medios de comunicación, las redes sociales y los avisos de alerta de los servicios meteorológicos crearon una gran expectación con la llegada de “Hércules”. Y me temo que quizás no haya sido lo más conveniente.

¿No es llamativo el hecho de que se produzcan estos fenómenos meteorológicos tan extremos? Porque este temporal, que coincide en el tiempo con una ola de frío anómala en Estados Unidos, resulta inquietante, cuando menos.

En USA la causa ha sido el insólito desplazamiento, hacia latitudes inferiores, del llamado “vórtice polar”, un centro de bajas presiones que permanece estacionario sobre el polo; pero que se ha movido de su posición habitual y ha creado el caos en América del Norte, con bajísimas e inusuales temperaturas. Y, al mismo tiempo, este temporal que azotó nuestras costas que, insisto, no mostraba alturas de ola fuera de normal (12 metros) para lo que solemos experimentar en estos casos, y que sin embargo mucha gente ha coincidido en atribuirle una característica que yo también noté cuando fui a contemplarlo: una fuerza fuera de lo común en comparación con lo que se recordaba de otros temporales similares. Un efecto -podríamos llamarlo- “tsunami”. La ola llega y penetra en tierra sin detenerse, con un ímpetu sorprendente, como si la masa de agua fuera desproporcionadamente superior a su altura visible. Al fin y al cabo, eso es lo que sucede con las olas generadas por terremotos o desprendimientos gigantescos: la altura no tiene nada que ver con la fuerza y la masa líquida con la que invade tierra firme, y que le permite adentrarse en ella kilómetros, generando la destrucción y la muerte de quienes no han tenido tiempo de escapar. Precisamente ha corrido por las redes un video de una ola en la foz del Douro, en Oporto, en el que entra en las calles de una forma que recuerda totalmente a un tsunami. Y también el de otra ola que invade el Santuario de A Barca, en Muxia, rodeando la Iglesia totalmente. La fuerza de esas olas parecía incontenible.

San Xurxo. Tampoco había visto nunca que toda la bahía fuera una enorme rompiente. 
Por otra parte no es sorprendente que, a pesar de las medias de altura de oleaje que se han señalado, pueda venir una ola muy por encima de esos tamaños. No sería extraño que alguna de las olas que golpearon nuestra costa el día de Reyes, haya sobrepasado ampliamente los 15 metros.

Yo he conocido grandes temporales en Galicia, aunque muchas veces no pude ser testigo directo porque llegaban sin avisar y los servicios de meteorología no funcionaban como ahora. Como uno descomunal que sitúo en 1965, que destruyó el antiguo muelle de Malpica y dio origen a la construcción de un puerto nuevo mucho más protegido. O los que, con frecuencia, azotaban el Orzán y que nos servían de aviso para salir disparados para Santa Cristina a coger olas. Me acuerdo de detalles, como el de que un coche que circulaba por la antigua avenida del Orzán una ola lo giró 180 grados, o también otro en el que una ola, después de elevar una piedra de más de diez kilos de peso desde la playa, la depositó en pleno paseo a una altura de seis o siete metros; los surfistas que mirábamos el mar la devolvimos rápidamente a la playa, aunque nos costó levantarla de la calzada. Los temporales de esta playa eran míticos, formaban parte de nuestras vivencias juveniles. Un deporte muy corriente era el de “torear” las olas, o sea, escapar en el último instante antes de que te cayese encima todo el roción de agua. Lo hacíamos en la trasera del Instituto Masculino, a la altura de la Plaza de Pontevedra, dónde más fuerte era el oleaje. Y también en la rotonda de las Esclavas. Ahora, o la gente es más osada o más torpe, el caso es que tienen que cerrar el paso a estos sitios para evitar que se la lleve el mar. Y recuerdo a mi padre contarme que, cuando los edificios no eran casi obstáculo, el agua de las olas que golpeaban en el rompeolas de la playa del Orzán y saltaban a la calzada, corría por la plaza de Pontevedra y la calle de Juana de Vega hasta llegar al puerto (no existían los jardines y la orilla del mar estaba más cerca) por la ligera pendiente de esa calle. No olvidemos que esa zona era primitivamente un simple istmo arenoso.

Por segunda vez en unos años, el puente ha sido destrozado por el oleaje.
Volviendo a nuestra playa de Doniños, Jesús Busto nos recordaba el otro día en el facebook, en las primeras horas del temporal, que en uno de hace años las olas habían destruido el puente de madera que une la bajada central de la playa con las dunas, sobre el río por el que desagua la laguna. Decía Jesús que esta vez, quizás porque se había reconstruido más fuerte, el puente estaba resistiendo. Pero horas después subió la marea, las olas acometieron con furia, y otra vez nos hemos quedado sin puente.

El día del temporal quise ver, lo primero, como experimentaba el puerto exterior el temporal, y la verdad es que no se notaban apenas las olas que, apenas a unos metros, más allá del espigón, rompían con tremenda fuerza. Un carguero con contenedores que debía tener mucha urgencia en llegar a su destino se atrevió a salir de la ría de Sada y fuimos testigos de sus pantocazos, en los que hundía la proa en el agua totalmente. Cerca de allí, en la ría de Ares, un surfista de Cobas surfeaba una ola de seis o siete metros, que se formaba en los bajos de las Islas Mirandas.

Pero llegó la marea alta, en un día en el que además éstas eran vivas, y sobrevino la tragedia en A Frouxeira: tres personas desaparecen barridas por las olas. Porque es difícil imaginar, cuando estás a quince ó veinte metros de altura sobre el mar, que lo que parece solo un roción de espuma puede ser una trampa mortal, una masa de agua que ha saltado por el aire con un empuje tan poderoso como para arrastrarte sin remedio, en su retroceso, hasta el mar. También me impactó el vídeo de una pareja en Biarritz, en el que se ve como son engullidos por una ola y de pronto aparecen flotando en el agua. Suceso en el que, por cierto, intervino valientemente un surfista que logró rescatar al hombre aunque no a la chica, que desapareció.
El día después: el helicóptero rastrea la costa.
En A Frouxeira las olas querían subirse a tierra, y arrastraban a su paso todo lo que se encontraban. Por desgracia, un grupo de personas confiadamente se pusieron en peligro sin conocer que, cada cierto tiempo, alguna ola es mucho más grande que las demás y te puede coger desprevenido. Es un accidente típico de aquellos que se acercan demasiado al mar, para hacer fotos, pescar, o para ver y sentir de cerca el ímpetu del oleaje. A muchos pescadores, a pesar de ser conocedores del mar, les ha sucedido esto con un trágico resultado. En este caso se produjo un fenómeno que yo recuerdo de mis épocas de “toreador de olas”. Cuando llegó la que pudo ser la mayor ola de la tarde, otra que la precedía rebotó en el acantilado y se enfrentó a la gigante, lo que produjo que su cresta se elevase desmesuradamente antes de golpear contra la pared de roca, con una fuerza increíble e inesperada. Esto es lo que relata uno de los testigos directos.


Una de las mayores causas de muerte accidental en nuestras costas es, sin duda, la de caídas al mar por el oleaje, de pescadores o paseantes que se acercan demasiado atraídos por el espectáculo del mar. La pesca deportiva en los acantilados, siento decirlo, es un deporte de riesgo.

Cuando paso por la costa de San Xurxo a veces me detengo en dónde está la cruz que recuerda una de estas tragedias -de las muchas que se pueden recordar- que más nos conmovió, la de un niño al que arrastró una ola, y cuando su padre, desesperado, se lanzó a salvarlo, desaparecieron ambos bajo las aguas la tarde del día de nochebuena del año 2000.

Desde este blog quiero hacer patente que intento imaginar el tremendo dolor que tiene que estar sintiendo y viviendo esta familia. Mis condolencias más sinceras para ellos.



El agua penetró con tal fuerza que levantó estas planchas del paseo. Pero esto fue en la marea alta previa a la entrada del oleaje más fuerte. Luego, en la siguiente marea alta, simplemente arrancó las dos y las llevó cincuenta metros tierra adentro.
Nótese la diiferencia con la imagen de la foto anterior, veinticuatro horas después, cuando ya había pasado lo más fuerte del temporal..

Esta plancha y otra que está veinte metros más adelante, fueron arrancadas de la pasarela que se ve al fondo.

La imagen desoladora que presentaba el puente al día siguiente.

Las olas penetraron por la desembocadura del fondo; al llegar a las dunas de la derecha, giraron y continuaron río arriba con tal fuerza que arrancaron la mitad del puente y la llevaron a trescientos metros de distancia. 




Este trozo es el que llegó más lejos. La foto está sacada desde otro puente que, afortunadamente, no fue destruido.


Esta cruz rememora otra tragedia. Pero si se colocase una cruz por cada desaparecido en el mar, tanto desde tierra como en naufragios, toda la costa estaría llena de cruces.