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27 de mayo de 2014

NORDKAPP.14 Un asombroso paisaje


          La temprana luz matinal nos despierta pronto. Esa noche, siguiendo nuestro sistema para ahorro de gastos, nos hemos conformado con la tienda de campaña para dormir, en vez de alquilar una cabaña, a pesar de que el tiempo se ha tornado lluvioso y desapacible, y que me recuerda mucho el clima de mi Galicia, nubes bajas entrando por las rías que ocultan las cumbres de los montes, humedad y llovizna, temperatura sin embargo suave; reina algo grato en el ambiente que a mí me gusta.
          Mientras Quim acaba de recoger y paga en recepción, ojeo el mapa. Hoy me toca llevar el volante y deseo ver la carretera a la que me voy a enfrentar, ya que sospecho que la cosa va a ser un poco complicada a partir de ahora. Esto lo pienso porque en el Cabo Norte nos encontramos a un español que había hecho el recorrido a la inversa, esto es, subiendo por Noruega primero, conduciendo un coche que remolcaba una caravana, y nos contó que le había parecido larguísimo (es decir, que era larguísimo) el recorrido por la intrincada geografía de Noruega. La carretera da vueltas y más vueltas, es estrecha, los noruegos cuando conducen no parece que vayan a ninguna parte (es raro ver un coche que vaya a más de ochenta), los pasos por pueblos tienen limitación a 40 ó 60 Km./h. como mucho, cada dos por tres hay que coger un ferry, lo que obviamente reduce mucho el promedio de kilómetros a recorrer cada día. Y, por supuesto, que uno no puede pasar por la geografía noruega sino deleitándose con uno de los paisajes más apasionantes de Europa. España es bellísima, sobre todo por su tremenda diversidad. Los Alpes son impresionantes. Pero Noruega te puede dejar con la boca abierta mientras dura tu viaje por ella. Y te aseguro que dura muchos días.


          Ayer habíamos conducido demasiadas horas y, sin embargo, al reconocer en el mapa en dónde estábamos todavía, me asusté.
          Cuando Quim subió al coche le comenté mi impresión, y que teníamos que planificar un poco nuestro retorno. Si la subida había sido larga, la bajada, por aquella ruta, podía ser eterna. Calculamos lo que nos llevaría llegar solamente hasta Oslo (en dónde pensábamos parar un par de días) y nos salían unos cinco días de viaje, deteniéndonos lo indispensable y si no surgía ningún contratiempo. Hay que pensar que nuestras jornadas al volante estaban siendo de ocho horas, con un recorrido medio de 400 a 600 Km. por día, además de cortas visitas a sitios interesantes. Por otra parte, tanto Quim como yo íbamos bastante rápido, ya que a los dos nos gusta ese tipo de conducción, en el que tratas de mantener promedios de alrededor de 80 Km./hora.
          En fin, nos pusimos en camino y al salir de Alta, al ver la indicación del Museo local, nos pica la curiosidad y paramos, aprovechando para tomar un café caliente en la cafetería/restaurante, sumamente agradable, que posee la instalación.
          Saboreamos el café admirando un hermosísimo paisaje que se divisa a través de unas cristaleras. El día no favorece mucho, y lamento que las nubes bajas nos impidan ver las cumbres de los montes. Esta mañana los fiordos son como gigantescos túneles, con un techo de tonos grisáceos compacto y uniforme hasta dónde alcanza la vista.
          Visitamos las salas del pequeño museo, que está dedicado a la historia costumbrista y artesana de la zona. El edificio parece nuevo y muy cuidado -como todo lo público en este país-y curioseamos por diversas dependencias en las que se exponen de forma moderna videos, diapositivas, etc., de aspectos interesantes de la vida de estas gentes que, desde tiempo inmemorial, se han dedicado a la pesca, ganadería y un poco a la agricultura. El extraer los productos del mar, ha sido de todas formas la principal fuente de riqueza. Secar y ahumar el pescado son técnicas antiquísimas practicadas hasta hoy por los pescadores, en este momento de una forma industrial y próspera. Me parece que el 90% de la población vive de ello, ya que la ganadería es trashumante, y a ella se dedican más bien los lapones que viven en las montañas que limitan con Suecia, que bajan a los pastos de las costas cíclicamente. Cuando la nieve cubre con varios metros de espesor la vegetación en los montes, ellos buscan con sus
ganados de renos la hierba que, por la templada influencia del "Gulf Stream" en la costa, no se llega a tapar más que ocasionalmente por algún temporal de nieve.
          Alta era hasta el siglo XIX la puerta de entrada al Finnmark,  la extensa región que ahora venimos recorriendo.
          En el valle del río Alta, que desemboca en el fiordo del mismo nombre, se han descubierto numerosas huellas de habitaciones humanas de hace diez mil años, por lo que se supone que ya Alta era entonces un centro de la cultura de la Edad de Piedra, de la que se conservan inscripciones en rocas que datan de alrededor de 4.000 años.


          El cristianismo tuvo una entrada tardía en estas tierras, en especial en las del interior, cuyos habitantes practicaron el culto a sus dioses ancestrales hasta el siglo XVI. De hecho, la primera iglesia no se construyó hasta 1694.
          El sentimiento ecológico de estas gentes quedó patente en el conflicto surgido entre los años 73 y 82 por el intento de construcción de un importante embalse para el desarrollo hidroeléctrico y cuya paralización -por los daños que causaría y por la conservación de la naturaleza en Noruega- fue una de las reivindicaciones más importantes del pueblo Lapón que habita estas tierras.
          En uno de los indicadores de las salas señala que en la planta baja hay unos servicios. Sentimos la necesidad de visitarlos y bajamos. En un primer momento no me llaman la atención unas extrañas y poderosas puertas que hay al extremo de  la sala a la cual da la puerta que buscamos. Al salir del servicio me vuelvo a fijar y veo unas duchas que salen de la pared. Están situadas en una especie de vestíbulo, realmente pequeño, y que tiene esas llamativas puertas, que al observarlas bien me fijo en que son herméticas, con un sistema de cierre similar al de la compuerta de un barco, con un volante para cerrar a presión. Asimismo veo unas rejillas en el techo un tanto sofisticadas para aireación de la sala. Y entonces me doy cuenta de que se trata. Es un refugio atómico. Las duchas son para lavar a las personas contaminadas, y las puertas herméticas, para encerrarse allí dentro, ya que la sala en donde hemos visto todo ésto, es subterránea. Veo más puertas, éstas cerradas, que imagino que esconderán toda clase de elementos necesarios para sobrevivir en la triste posibilidad de tener que usar esta parte del edificio para lo que -ahora me doy cuenta- fue realmente habilitada.
          Me da la sensación, por lo que voy observando, de que en este país hay un cierto temor y una cierta toma de conciencia -entre su población- a una guerra. Será por que hace solo cincuenta años sufrieron la arrasadora invasión de los alemanes, será por su status de miembro muy activo de la Defensa Noratlántica y la proximidad de la URSS, no sé, pero no es difícil notar esta sensación de la que hablo. Su ultranacionalismo y su proximidad geográfica y de interés estratégico para los rusos, pueden ser también otros factores que influyen.
          De nuevo en la ruta, continuamos nuestra lenta marcha por entre abruptas montañas, bordeando constantemente innumerables bahías, ensenadas, fiordos inmensos y profundos, tanto en longitud como en profundidad marina. Se ve muy claramente la historia geológica, pasada y futura, de estos impresionantes accidentes geográficos. La tierra firme se elevó, no hace demasiado -en términos de geología- permitiendo después que el mar penetrara por los valles, formados posiblemente por la erosión de alguna larga era glaciar, y con posterioridad, en el calentamiento global de una era posterior -tal como la que ahora disfrutamos- al elevarse el nivel del mar por fundirse el hielo, aquel penetró por los valles, formando esta maravilla que ahora yo contemplo extasiado al ver tanta belleza.
          Veo que las faldas de los montes tienen señales de frecuentes derrumbamientos que indican que se está produciendo la desintegración de esas masas de roca (seguramente por la climatología, unido a un material muy frágil) y que llevará a estos fiordos a convertirse, en pocos -relativamente- siglos en algo similar a lo que hoy en día son las rías gallegas, que por el mismo proceso geológico debieron ser en su día igual que estas rías del norte del planeta. Hay que tener en cuenta que Galicia es un terreno mucho más antiguo que las montañas escandinavas, formadas más recientemente, en el período Caledoniano.
          Una muestra de que esa elevación se produjo no hace demasiados siglos son los ríos que, en altísimas cascadas, desembocan en las aguas de los fiordos. En Galicia existe el río Xallas, que es el único que desemboca de esta forma en un estuario marino, lo que ratifica la teoría del paralelismo en la formación de las rías gallegas y éstas de la costa escandinava atlántica.
La erosión ha producido una tierra tan accidentada que los noruegos, cuando hablan de su paisaje, se refieren a él como “naturaleza dramática”.

Seguimos nuestro camino inmersos, por tanto, en toda esta maravilla, en la que hay dos colores predominantes, el gris y el verde, ambos en toda su gama cromática; gris claro, las verticales paredes de los montes, y gris oscuro la tranquila superficie marina de los fiordos; verde claro, las frecuentes áreas cercanas a las orillas, de hierba alta y abundante, y verde oscuro los inmensos bosques que ascienden por laderas empinadas, hasta casi llegar a las propias cumbres de agrestes rocas, con aspecto de ser inexpugnables.
Nuestra intención es continuar hasta la ciudad de Tromso, aunque ello nos obligue a desviarnos algo de nuestra ruta hacia el mediodía, pero las guías turísticas aconsejan una visita a esta urbe, una de las más notables del noroeste noruego.
          Comienzan, pocos kilómetros más adelante, a aparecer las esperadas -por lo que ello significa de romper la rutina del asfalto- travesías en los pequeños ferrys que nos pasan de una orilla a otra de un fiordo que, de otra forma, nos obligaría a recorrer decenas de kilómetros para rodearlo. Son navegaciones de pocos minutos, y que condicionan, me doy cuenta, el ritmo del viaje por estas carreteras. Será por ello por lo que los noruegos no se esfuerzan en conducir sus vehículos con demasiada prisa. Y lo que voy viendo cada vez más claro es que para viajar, esta gente, no se plantean hacerlo en coche si su recorrido es de más de unos cientos de kilómetros. Ir a la capital del país, desde esta zona en la que nos encontramos -que ya no es la más alejada-puede ser un desplazamiento de diez días entre ida y vuelta. Y ésto en la época de buen clima, ya que en invierno incluso se ven en los mapas carreteras que permanecen cerradas oficial y definitivamente, varios de los meses meteorológicamente más duros. Suelen ser vías del interior, ya que en cuanto asciendes unas decenas de metros en altitud pierdes gran parte de la suavizadora influencia climática del mar, y el paisaje se convierte en un infierno helado.
 Llego a la conclusión, por lo que voy viendo, de que los noruegos utilizan solo una pequeña porción del territorio existente, ya que cuando vas por una de esas carreteras que discurre al pie de una alta montaña, adivinas que por allá arriba no hay más que una absoluta soledad. A tan solo unos cientos de metros en línea recta de la civilización, se encuentra un paisaje que permanece así desde hace muchos siglos, sin que la mano humana se atreva a tocarlo, ni tan siquiera a llegar hasta él. Son esas innumerables cumbres rocosas, ásperas, en donde el frío y el viento constantes quita toda apetencia de ir hasta allí arriba. La vida de estos hombres y mujeres se desarrolla, pues, en esa estrecha franja, a veces de unas decenas de metros tan solo, que va desde la orilla de la oscuras aguas de un fiordo, hasta el pie de la empinada -e insegura- ladera de rocas y matorrales que suele bordearlo.


          Cuando nos embarcamos en un ferry nos dedicamos, bien a ver el  paisaje,  bien a curiosear por el barco. Así observamos en el puente de mando, que se ve desde una cubierta interior a través de una cristalera, al comandante de la nave que la gobierna. Es un hombre alto, de mirada fría que se pierde a través de los cristales, sobre las aguas que surcará, al poco, la proa de la embarcación. Viste un traje, como no, azul marino con galones de un dorado brillante que dan vida al apagado tono de su ropa. Le vemos cojear ligeramente, en sus paseos por el puente controlando los instrumentos de navegación. Tiene una bitácora en madera bellamente barnizada, con su parte superior en metal dorado, impoluto, que parece nuevo, o tan bien cuidado que se diría que nadie le pone nunca la mano encima. Admiro la pulcritud de estos noruegos.
      En el segundo de los ferrys nos encontramos de nuevo con la expedición de españoles que nos sigue -o nosotros a ellos- por esta ruta.  Acostumbrados que ya estamos a la tranquilidad y el silencio de las gentes del norte, nos sobresalta un poco la algarabía que se forma con cuarenta ibéricos comentando y contando chistes acerca de la inminente navegación en el ferry. Su autobús ocupa casi todo el espacio disponible para aparcamiento. De todas formas ya los noto -a mis compatriotas- un tanto apagados por el indudable cansancio del recorrido que, como nosotros, llevan realizado.
Recuerdo que ese día comimos un sandwich que nos preparamos en la parte trasera del coche, metiendo las lonchas entre pan, mientras esperábamos en la cola de uno de los ferrys. Luego, un café apresurado en un bar de allí cerca. Por cierto, que las cafeterías en Noruega son fácilmente identificables: se llaman "CAFETERIAS". Es fácil, ¿no?.

Tromso

          Llegamos a Tromso, hermosa ciudad, quizás la primera del Norte que merece tal nombre. Tendrá unos quince o veinte mil habitantes, un atractivo casco urbano, y unos alrededores muy densamente poblados. Está situada sobre una pequeña isla, a la que se accede por un bellísimo puente, que además es el más largo de Escandinavia y que recuerda la forma de un iceberg; hay pocos puentes en Noruega (para los que realmente necesitan), pero son verdaderas joyas del arte arquitectónico, quizás porque son todos muy modernos. Ahí se nota lo que, hasta hace pocos años, han confiado los noruegos en la navegación como eje de sus comunicaciones.
           Paseamos un poco por el centro. Como todo núcleo urbano que se precie, tiene su Museo, que no visitamos por falta de tiempo y no ser la hora adecuada. Está situado en la Universidad, por cierto creada hace muy poco tiempo, a raíz del "boom" del petróleo en el Mar de Noruega, y que posee el curioso mérito de ser la más septentrional del mundo. La vida es mucho más metropolitana, y averiguamos que se debe a  la corriente  de  trabajadores "francos  de ría", de las torres de extracción de petróleo en el mar.
          Al anochecer salimos de Tromso en busca de algún camping cercano, que pronto encontramos.
Como ya hemos cumplido con las normas de economía la noche anterior, esta vez nos regalamos... una pequeña y cómoda cabaña de madera.


18 de mayo de 2014

DONIÑOS, AQUELLA PLAYA EN EL HORIZONTE


EL PORQUÉ


El mar de Riazor tal como estaba en aquellas aburridas tardes de verano, sin olas, en Coruña.
Primeros años de los setenta. Una tarde soleada de verano. El mar apenas se mueve, y el nordeste sopla entablado y fuertecillo contra los acantilados de San Roque, el barrio marinero de A Coruña. Varios surfistas languidecemos perezoseando en el exterior del “chabolo”, mientras observamos como Rufino se afana en lijar un pan de foam para una nueva tabla de surf. Sus manos están blanquecinas por el polvillo blanco, que también se posa en sus cejas y su pelo.

Rufino, el primer "shaper" gallego, en su taller.

El “chabolo” es una cabaña de pescadores que cuelga de las rocas, sobre el mar, en donde el padre de Rufino guarda una lancha de pesca, que baja hasta el agua con una pequeña grúa. Pero últimamente ya no usa mucho la embarcación y Rufo utiliza el cobertizo para taller de construcción de sus primeras tablas. Y también se ha convertido en un lugar de reunión de los surfistas coruñeses, desde el que se organizan las salidas hacia donde haya olas ese día.



Este el sitio casi exacto en donde estuvo el "chabolo". Sobre esas rocas, pero en un emplazamiento que ahora está tapado por el relleno del paseo marítimo.

En los veranos de entonces todo el surf se paraba porque las olas desaparecían con las brisas del nordeste. Los inviernos, en cambio, eran tremendos, todo actividad. Íbamos del Orzán a Santa Cristina, de Bastiagueiro a Barrañán, de Sabón a Malpica, aunque a esta playa casi siempre los fines de semana, porque ya quedaba lejos. Pero cuando alguien decía: “¡Vamos a Malpica!”, todos se apuntaban con entusiasmo. Aunque el mito muchas veces se derrumbaba, y cuando llegabas allí las cosas no eran como esperábamos. Sabíamos, por ejemplo, que cuando el Orzán subía hasta los cinco metros, Santa Cristina nos esperaba con magníficas olas.
Porque, ¡cuántos kilómetros inútiles, cuantas decepciones al asomarnos al acantilado éste o aquel y descubrir que las olas, ese día, brillaban por su ausencia. Aunque siempre nos quedaba el recurso de unos vinos o unas cervezas, y unas tapas de pulpo, antes volver por donde vinimos.
La Coruña en invierno es fantástica, con las marejadas y los suroestes. Desde las playas urbanas hasta Malpica. Pero más allá, en aquel tiempo, eran playas ignotas, rodeadas de misterio, en las que imaginábamos olas increíbles aún sin descubrir.



EL DESCUBRIMIENTO
Por eso, aquella tarde yo contemplo desde el chabolo como el viento riza la superficie del mar con pequeñas olas, pero que no significan nada para nosotros. El día es maravilloso, soleado, buena temperatura, el agua de un color azul muy diferente del gris plomizo de los meses invernales. Todo invita, pues, a entrar al agua, ¿pero en qué olas?


Sigo con la mirada fija en el mar y, poco a poco, levanto la vista como buscando el nacimiento de aquella brisa constante del nordeste y enfrente contemplo la península de La Torre. Y de pronto veo algo que me interesa. Más allá, apenas sobre la línea del horizonte, se dibuja una lejana costa entre la bruma. Al pie de ella una línea blanca, deben de ser apenas unos cientos de metros pero, sin duda, se trata del final de un gran arenal. Al instante un detalle cobra sumo interés en mi pensamiento: el viento viene justamente de allí, lo que significa que, en esa playa remota y desconocida, esa brisa del nordeste es de tierra. Ese es el primer detalle en el que pienso. Después se me ocurre el segundo, esa playa parece bastante abierta, ¿habrá olas en ella?; y aunque parece mirar hacia el suroeste, malo será que no le entre algún oleaje. Bastaría una pequeña ola, a la que sin duda ese viento le daría por tierra, para que unos surfistas aburridos y desesperados pudieran sacarse el mono veraniego de encima.

Allá, al fondo, se ve la costa de Ferrol entre la bruma (La punta es Cabo Prior). El nordeste, que en la foto se ve como riza el mar, viene de esa dirección. Y debajo, entre las rocas, el canal por donde seguramente se sacaba la embarcación del padre de Rufo.
Voy hasta mi coche y cojo un pequeño mapa turístico de Firestone. Éste es un plano de carreteras en el que están dibujados con cierto detalle los arenales innumerables que posee la costa gallega. Es la única ayuda con la que podemos contar para encontrar playas desconocidas.
Y ahí está dibujada, efectivamente. Una playa de gran tamaño, cuyo nombre está rotulado sobre el color azul del mar que se supone que bate en ella: "Doniños". Para mí, un nombre desconocido.
Tras un breve debate nos ponemos de acuerdo, hay que intentar llegar hasta esa playa y comprobarlo. Personalmente tengo la intuición de que yendo hasta allí no vamos a perder el tiempo, y termino convenciendo a los más reticentes (que están deseando dejarse convencer).

EL VIAJE A DONIÑOS
         Cargamos las tablas en un par de coches y emprendemos el viaje. Entonces, la carretera a Ferrol era larga y complicada. A pesar de que la costa se puede divisar a simple vista desde A Coruña (tan solo hay 14 kilómetros de distancia por el mar), el viaje por tierra es largo a causa de las rías, que obligan a rodearlas. Y menos mal que desde los años cuarenta ya un puente en El Pedrido permite evitar el paso por Betanzos, lo que antes suponía unos 20 kilómetros más. Aún así es una ruta que atraviesa muchas aldeas, con infinidad de complicadas curvas. En resumen, se trata de un viaje que lleva más de una hora. A lo que hay que añadir los quince minutos que se tarda desde Ferrol a Doniños.
Pero, en aquel entonces, gozábamos de mucho tiempo libre y de mucha paciencia para alcanzar nuestro objetivo.

El puente de El Pedrido, años cincuenta.

LA LLEGADA A LA PLAYA
Y por fin, después de la larga recta por el bosque (que aun recuerdo como emocionante preludio de la playa), aparece ante nosotros aquel hermoso arenal que divisábamos desde la distancia.
 Nuestras primeras impresiones me han quedado grabadas en mis recuerdos de una manera indeleble.
Cuando llegamos nos detenemos en la atalaya del outeiro, desde la que se divisa toda la extensión de la playa.

Doniños, en un atardecer de un verano cualquiera.

En el mar se ven numerosas rompientes que nos aceleran el corazón, y empezamos a elegir en cuál nos vamos a meter. Aquella tarde, en un atardecer típico de mediados de agosto, las olas son pequeñas, sobre algo más de medio metro, pero para nosotros más que suficiente. Muchas de las que vemos rompen con suavidad llegando desde la distancia, hasta la orilla. El viento, y eso es lo que más nos entusiasma, es totalmente de tierra, a pesar de que por la tarde, para nuestra experiencia, era casi imposible que en cualquier playa soplase viento off shore.


El sol ya declina sobre el horizonte, otorgando tintes dorados a todo el paisaje incluido el color del mar, en el que se refleja la luz solar con fuerza, indicando su orientación totalmente del oeste.
No tardamos mucho en reaccionar, y cogiendo nuestras tablas nos lanzamos colina abajo directos al agua. En verano, casi ningún surfista usaba traje de neopreno, ya que eran solo para el invierno.
La impaciencia nos puede y corremos por un sendero que aún existe, por la ladera del Outeiro primero y que luego atravesando las dunas lleva casi hasta las mismas olas. Creo que parecíamos unos locos de atar, con unas pequeñas lanchas bajo el brazo corriendo muy nerviosos y gritando, en dirección al agua, como si fuéramos a suicidarnos en ella presos de una total desesperación.

LAS PRIMERAS OLAS
Recuerdo perfectamente la sensación tan vivificante que sentí remando sobre mi tabla, sorteando las olas para llegar hasta el pico. La frescura del agua, que nos pareció tan grata después del calor pasado en el viaje, las olas tan prometedoras que avanzaban hacia la orilla y que teníamos que sortear para llegar al pico, las crestas de agua cristalina que nos rompían encima, iluminadas por detrás por la luz del sol poniente, todo, todo, hacía de aquella experiencia un conjunto de sensaciones maravillosas, que nunca se me podrán olvidar.

Esta foto y la siguiente corresponden a una época posterior, diez o quince años más tarde. Pero reflejan perfectamente lo que nos encontramos aquel día al llegar por primera vez.
Hace años describí por primera vez nuestra llegada a Doniños, con estas frases: "¡Cómo recuerdo nuestra llegada a Doniños por primera vez, una tarde de Agosto de 1973, corriendo por las dunas para ir a coger aquellas maravillosas olas que habíamos visto desde la colina que domina la playa!".



Días más tarde volvimos a emprender la aventura de llegar hasta Doniños, y ya exploramos nuevas rompientes, yendo hacia la zona que hoy se denomina “la caseta” es decir, el extremo norte de la playa, a donde actualmente llega el aparcamiento. Metimos los coches por la pradera que hay por detrás de la dunas, por senderos solo para carros, y allí pudimos observar que en aquel extremo era a donde llegaba la única carretera que bajaba completamente hasta la playa, viniendo desde San Xurxo, y en donde había algún chiringuito playero. Pero recuerdo perfectamente que, en una soleada y calurosa tarde de verano, apenas habría cincuenta personas en toda la playa. Y que en esa tarde rompían cientos de olas sin que las cabalgase ningún surfista. Todo un paraíso, sin duda.
       Y nos dispusimos a disfrutarlo, ya para siempre.

Doniños, forever.











6 de mayo de 2014

NORDKAPP.13 Nosotros en el Cabo Norte

Secuencia del acercamiento a la línea del horizonte del sol de medianoche, sin llegar a ocultarse durante 73 días, desde finales de abril hasta mediados de agosto. Foto: Istockphoto
          Con un sol magnífico y con una temperatura que fácilmente recordaba un ambiente mediterráneo, tuvimos la suerte de visitar el Cabo Norte.
          Una gran explanada rodea un edificio de planta baja en donde están las completísimas instalaciones que los noruegos construyeron en 1988, con el fin de explotar la creciente corriente turística que se estaba produciendo hacia allí.
          Un restaurante y autoservicio, oficina de correos, tienda de recuerdos, etc., componen lo que se puede considerar la zona exterior. Porque luego, excavadas en plena roca, hay otras instalaciones subterráneas en las que tenemos un cine de superpantalla panorámica con 225 grados de arco, en el que se proyectan escenas de la vida en la región del Finnmark, de las cuatro estaciones anuales, descritas con una gran espectacularidad cinematográfica.
          Más abajo hay otra cafetería y sala de fiestas que posee un ventanal que da al exterior, a un balcón esculpido en la propia roca del acantilado, desde el que puedes ver el mar a tus pies...a trescientos metros de altura.
          La visita es sumamente interesante y nos lleva gran parte de la jornada.
          Cuando pasamos por delante de una cabina telefónica, nos sentimos tentados de establecer contacto con Canarias. Telefoneamos y, ¡oh prodigios de la ciencia!, la voz de mi mujer suena como si estuviese al otro lado de la calle. Me dice que le cuesta trabajo creer que estemos a diez mil kilómetros de distancia... Además, cuando llega la hora de pagar (funciona con tarjeta de crédito y te da el importe consumido) nos llevamos una sorpresa, ya que tres minutos de conversación solo nos cuestan cuatrocientas pesetas (lo que una cerveza).
          Me siento generoso e invito a Quim a comer en el restaurante, en donde disfrutamos de un almuerzo con vistas al Océano Glacial Ártico.
          Paseamos por la orilla del acantilado aprovechando el maravilloso día que nos ha tocado para esta visita, y admiramos el paisaje que se divisa desde allí. El mar está muy tranquilo y su color es de un azul oscuro que se pierde en la tenue bruma del horizonte, allá hacia donde a solo dos mil kilómetros está el Polo Norte.

Recorremos un poco esta costa de la isla Mageröya, llegando a la bahía Turfjorden, con las islas Stappen al fondo.
          La costa es abrupta y llena de cortes, acantilados, ensenadas y farallones de oscuras rocas. No hay playas, no parece ser una costa pródiga en arenales. Tampoco parece haber vida en ningún sitio. La tierra firme es desolada, ni un árbol, ni tan siquiera arbustos. Únicamente una hierba muy resistente parece cubrirlo todo, aunque el terreno es muy pedregoso. Y flores, muchas flores blancas,  como pequeñas bolas de algodón.
          Al salir del recinto del Cabo Norte después de nuestra visita, nos detenemos al borde de la carretera y nos sentimos obligados a erigir, nosotros también, unos pequeños montículos de piedras como los que se ven por todas partes. No sé exactamente cuál es la intención con la que hay que hacerlo, pero nos esmeramos en el trabajo. Al final nos fotografiamos, Quim y yo, cada uno al lado de su respectiva torre de pedruscos...

Vemos miles de montoncillos de piedras como éste, hecho por Quim para seguir la tradición.
          Después de haber estado diez días con el morro del coche apuntando siempre hacia el norte, emprendemos ahora el  viaje de retorno, lógicamente hacia el sur. Son las 17:05 del 17 de agosto de 1991. Ha sido un viaje largo hasta aquí arriba, pero no tengo la menor duda de que ha valido la pena.
          En la carretera de vuelta vemos un cartel indicador en una bifurcación, que en lengua inglesa dice:"Skarvag. El pueblo de pescadores más al norte del mundo". Como la desviación es de solo unos pocos kilómetros, tomamos la carretera que nos conduce hasta allí.

En un cruce de carreteras nos encontramos con unos puestos de venta para turistas, de artículos lapones, atendidos por unas mujeres de esa etnia, perfectamente diferenciada de los otros noruegos, aunque convivan en plena armonía con ellos. Son nómadas por la necesidad de trasladar sus rebaños de renos al principio del verano y del invierno. Aunque sus viviendas tradicionales son como las tiendas de los indígenas de Norteamérica (una semejanza que nos da mucho que pensar), también utilizan las modernas caravanas. 

          Al poco rato vemos unas tiendas de Lapones en un aparcamiento de la carretera. Están vestidos con el traje típico y claramente dedicados a vender recuerdos y artesanía a los turistas. Paramos, no tanto a comprar como a observarlos y hacer alguna foto, aunque no es el tipo de observación que a mí me gusta hacer. Un par de mujeres mayores atienden los puestos. Su carácter es tranquilo, sus rostros, como los de toda la gente adulta que vive aquí, presenta profundas arrugas, los Lapones más que ninguno. De ojos rasgados, nos miran con una mezcla de curiosidad, astucia y afabilidad, quizás porque quieren vendernos algo. Al lado de una rústica y milenaria tienda de campaña lapona (pieles de reno sujetas con varas) hay una moderna roulotte que parece complementar la vivienda de su propietario. Sus ropas son las típicas de estas mujeres, un vestido azulón con florecillas, rematado con tela de color rojo, y tapada la cabeza con el gorro típico con orejeras, también en un rojo chillón.
          Son gente que parece no desear perder su identidad, ya que conservan rasgos perfectos de su raza, lo que me indica que no deben de mezclarse mucho con los noruegos blancos en lo que se refiere a matrimonios, ya que ves gran cantidad de lapones con estos rasgos de pura raza. Igualmente conservan sus formas tradicionales de vida, ya que siguen practicando el nomadismo, en especial los de la montaña.
          Trato de fotografiar a una de estas mujeres, pero no me atrevo a pedírselo, una porque la foto no sería natural y otra porque me temo que me pida dinero a cambio, y yo no estoy por la 1abor. Por lo tanto le robo la foto, aunque la mujer se da cuenta y "posa" algo, pero vale, al menos me llevo un recuerdo. Para no irme con las manos vacías, escojo entre los objetos que hay a la venta un abrecartas de asta de reno, con unos dibujos muy rudimentarios de un reno y un paisaje del Cabo Norte.   Realmente, si aquellas mujeres estuviesen vestidas con trajes de volantes y vendiesen panderetas y     abrecartas de asta de toro, e hiciese treinta y cinco grados de temperatura, todo lo demás en aquel puesto de carretera sería igual.

Buscamos el "pueblo de pescadores más al norte del mundo"
          Seguimos hacia Skarvag. La carretera baja hacia el mar por entre colinas bordeando un minúsculo fiordo. Al fin llegamos a un caserío que rodea una marisma, por la que desemboca un pequeño río. El pueblo mira hacia la bahía que da al norte, por lo que aún en verano es algo sombrío y fresco; imagino que en invierno debe de ser estremecedor...

Al entrar en el pueblo volvemos a ver el letrero en el que sus habitantes presumen de su situación en el mapa. 
          Las casas son como todas, de madera, en diferentes y alegres colores, rodeadas por un césped verde esmeralda. No parece haber nadie en el pueblo, no vemos más que algunos chiquillos jugando y a los que llama la atención nuestra presencia, pues dirigen sus risas hacia nosotros y nos hacen señas. Junto a una casa, mordisqueando tranquilamente el césped que la rodea, veo un reno. Nos llama la atención la escena y nos detenemos a fotografiarlo. Un poco más allá veo otro.

En esta foto se ven tres cosas curiosas. Una de ellas salta a la vista, y es que varios renos salvajes (es decir, que vagan libremente) pastan muy tranquilos en la hierba de un jardín casero.  La segunda es esa portería de fútbol que se divisa en segundo plano; hay que imaginarse las ganas con que esperarán que llegue la luz y el buen tiempo -allá por abril o mayo como muy pronto- los jugadores del equipo local. Y la tercera es la bandera noruega que cuelga del mástil. En toda Noruega no dejamos de ver la enseña nacional ondeando por todas partes, tanto en instituciones públicas como en casas particulares.
           En una extensión de hierba en medio de las casas veo un campo de fútbol, y cerca, al lado de una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, con un campanario separado, tienen estos noruegos su cementerio, sencillas tumbas con lápidas verticales diseminadas por la pradera. Un dique de abrigo resguarda una pequeña flotilla de pesqueros, lo que me recuerda mucho a mi Galicia, pues son bastante parecidos a los de mi tierra, con formas quizás menos marineras, pero con los aparejos, mástiles, puente, etc. que me llevan a imaginar que estoy en Camelle, o en Muxía, con los bravos acantilados como fondo de la escena.

A mí me recuerda muchísimo los pueblecitos de pescadores de Galicia.

Hay cosas que me llaman la atención en esta aldea, por su peculariedad. Una de ellas es la pequeña iglesia metodista, construida en madera pintada de blanco, con el campanario en una edificación separada, lo cual es una costumbre medieval que también se conserva en algunas antiguas parroquias de Galicia. Y la segunda cosa peculiar es su cementerio, asentado en una cuidada pradera con pequeñas lápidas de piedra. La ensenada está orientada al terrible nordeste, viento que aquí puede traer frías y violentas tempestades. Para proteger sus embarcaciones cuentan con un dique de abrigo -por cierto muy recientemente construído, ¿cómo se las arreglarían antes?- En esas pequeñas embarcaciones estos hombres de la mar se enfrentan a uno de los océanos más tenebroso de todo el Orbe: el Ártico, y más concretamente el Mar de Barents, a donde desemboca este pequeño fiordo. Pero, claro, estamos hablando de vikingos.
           En medio del pueblo, en un alto mástil, ondea suavemente la llamativa bandera noruega.
Quim y yo bajamos del coche y, en silencio, observamos aquel sosegante escenario. Quizás nos imaginamos un día de invierno, quizás una furiosa ventisca entrando por aquella bahía, proveniente del cercano Polo Norte, y los barcos peleando con las olas para tratar de arrancar su riqueza al océano. O quizás vemos a aquellas gentes perfectamente integradas en el ciclo de las estaciones, los veranos con su languidez climática, los inviernos con su rugiente dureza, y en medio, aquellos noruegos trabajando con ilusión, porque si no tienes ilusión y ganas de vivir, me parece muy difícil sobrevivir aquí. En este pueblo no puede haber muchos depresivos, se habrían muerto ya todos de melancolía.
          No nos detenemos más tiempo. Cuando pensamos en el camino que nos queda y que hemos de hacerlo en solo diez días, nos agobiamos un poco. Y eso que aún no sabemos lo intrincado de la ruta que hemos de recorrer a lo largo de toda Noruega.
En Honnisvag, esperando el ferry.
          Retornamos pues a Honnisvag, con la intención de echarle un rápido vistazo antes de embarcarnos. Leemos que, como tantas otras ciudades noruegas, ésta también fue literalmente arrasada durante la guerra. En la estación marítima vemos dos fotografías, una de 1945 en la que solo permanece en pie la iglesia, ya que los restantes edificios han sido destruidos o han ardido, y otra actual en la que se ha reconstruido todo alrededor. Viendo estas fotos nos damos cuenta de la furia del ejército nazi contra esta gente, que resistieron heroicamente la agresión de los alemanes, que pretendían dominar toda esta zona con el objeto de atacar a los rusos por el norte, y la ubicación de la neutral Suecia estorbaba el que pudieran cruzar la península escandinava más al Sur.


          Pronto aparece el ferry, y al poco rato Quim y yo, acodados sobre la baranda de madera del barco, nos deleitamos con el sosiego de la tranquila navegación y con la visión de los ya dorados rayos del sol incidiendo sobre las aguas, brillantes como espejos, libres de brisas en la estable atmósfera veraniega. Cae la tarde lentamente, y aquí sí que es lentamente, tanto que incluso durante algunas semanas del año nunca llega a caer del todo, mientras que dura el "sol de medianoche".
          Pronto estamos haciendo kilómetros a todo meter, ya que deseamos ganar espacio en el mapa y descender hacia el sur todo lo posible. Nos duele perdernos lo que sin duda deben ser paisajes muy hermosos, pero no tenemos otra alternativa.
          Pretendemos llegar a dormir a Alta, y nuestra ruta deja la zona marítima y se interna en la estepa nórdica, y al cabo de unos sesenta kilómetros la carretera se hace más sinuosa, empieza a discurrir entre montañas, y pronto corremos paralelos a un río de aguas turbulentas.
          Ya hay muy poca luz cuando llegamos a Alta. Localizamos el Camping y aparcamos al lado del edificio de recepción, un caserón de madera que parece ser una antigua mansión reconvertida en acampadero para turistas. Una noruega grande, gruesa y de hermoso pelo blanco, que se disculpa por no hablar inglés, nos señala nuestro sitio y nuestras obligaciones como campistas, todo ello mediante hábiles señas que entendemos perfectamente.
          Montamos la tienda y para ir al barracón de la cocina se me ocurre llevar el coche, para no acarrear con los bártulos de hacer la cena. Al poco aparece la misma señora de antes hecha un basilisco, señalando las tremendas huellas que las dos toneladas del Mitsu han hecho en un cuidado pero demasiado húmedo césped, cuya fragilidad no hemos advertido por la escasez de luz. Su diatriba, más que afligirnos nos deleita, ya que nunca nos habían echado una bronca en noruego, es toda una nueva experiencia, que duda cabe.
          Para corresponder, le pedimos perdón en español, puesto que nos imaginamos que será también una nueva experiencia para ella. No parece mostrarse muy agradecida y se marcha refunfuñando, adivinándose en sus frases alguna que otra maldición para “estos italianos...”

El sol, en plenas horas nocturnas. Foto Bjarne Riesto