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22 de junio de 2014

LOS INVIERNOS DE SANTA CRISTINA (2ª parte)

Aquí se percibe perfectamente el banco de arena que, formado por la desembocadura de la Ría do Burgo, produce las olas, en especial magníficas izquierdas. Foto Oleiros.org
Señalaba en la parte 1ª que la decisión de Félix Cueto, uno de los pioneros del surf español fue trascendental para el nacimiento del surf en Galicia norte, en Coruña. Félix era un joven gijonés que, llevado por su amor al mar, decidió estudiar en la Escuela de Náutica coruñesa, a dónde llegó en 1965. Tres años más tarde se trajo su tabla de Gijón, y con otro asturiano que era también alumno de la Escuela, Amador Rodríguez, comenzaron a surfear en Coruña. Al poco conoció a los locales Miguel Camarero y Gonzalo Viana, que estaban muy interesados en el surf, y pronto estaban surfeando todos juntos en Bastiagueiro, playa que estaba tristemente de actualidad porque a pocos metros de distancia de la orilla había naufragado a finales de octubre de 1970 el buque Erkovitz, que fue una de las mayores catástrofes medioambientales que sucedieron en la costa gallega. Pero esa es otra historia.
Todo este relato, y el de sus protagonistas, ya está escrito por Jesús Busto en su blog “Desde la Croa”, por lo que en él se puede profundizar en estos personajes, todos y cada uno de ellos protagonistas de unas apasionantes vidas, y en algunos casos no solo por haber sido surfistas pioneros. También es tema para otro momento, aunque en “Desde la Croa” ya hay mucho escrito.
Yo quiero limitarme tan solo a mis vivencias personales.
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Al final del verano de 1970 se hundía el pesquero “La Isla” muy cerca de dónde hoy está la Casa de los Peces. En él falleció casi toda su tripulación, simplemente porque los medios con los que se contaba entonces fueron incapaces de llegar a tiempo para socorrerlos. Esta tragedia causó un impacto muy fuerte en la opinión pública, por lo que pocas semanas más tarde ya estaba muy avanzado el proyecto de crear la Cruz Roja del Mar.
Aun recuerdo estremecido el relato que hizo la prensa de aquel suceso. Los marineros -de los que probablemente casi ninguno sabía nadar- gritaban pidiendo auxilio, y testigos de la tragedia que habitaban en unas casas cerca de la orilla del mar los oían (creo que era de madrugada), pero se veían impotentes para prestarles auxilio. Este llegó, por fin, cuando ya era muy tarde para impedir que 14 hombres murieran ahogados en la mar del Orzán.
El proyecto de creación de la Cruz Roja del Mar motivó que los británicos de su sociedad nacional de salvamento (Royal National Lifeboat Institution-RNLI) nos enviaran dos modernas embarcaciones, con la intención de vendérnoslas posteriormente. Aunque, después de probarlas todo un año, el gobierno tomó la decisión de fabricar las suyas propias, eso sí, adoptando sus características principales.
Estas embarcaciones (las británicas) disponían de condiciones para la navegación y el rescate en las condiciones más difíciles, que nos dejaban asombrados (eran capaces, por ejemplo, de volcar y automáticamente recobrar la posición correcta, por lo que se las consideraba insumergibles). Pronto empezaron a ser probadas en aguas de nuestra bahía. Para tripularlas se solicitaron marineros voluntarios y yo me presenté de inmediato. Recuerdo que argumenté, al entrevistarme con el encargado de hacer la selección, que además de ser buen nadador practicaba el surf, lo que yo suponía que sería un argumento irrebatible para que me eligieran. No sé si por esa razón, o por lo de haber nadado, o porque no había muchos voluntarios, el caso es que me eligieron...Pronto salí para mi primera navegación.
Pero yo no contaba con un factor personal muy negativo, y es que me mareaba como un piojo...
Aun recuerdo a uno de los suboficiales ingleses dándome palmaditas en la espalda y consolándome en su idioma, mientras yo vomitaba por la borda con desesperación y mucha vergüenza sobre las aguas del Atlántico...
Pero bueno, esto fue una anécdota más. El caso es que otro de los marineros voluntarios era un chavalote fortachón y hablador llamado Miguel Camarero. Y pronto, en la conversación salió el surf, ya que él había empezado hacía meses y tenía una tabla (la Bilbo) que le había vendido un asturiano (Félix Cueto). Y enseguida quedamos para surfear un domingo en Bastiagueiro.
Lo cierto es que Bastiagueiro fue la playa en la que yo conseguí aprender a surfear, en la que por vez primera supe ponerme de pie en la tabla. Recuerdo esa ocasión, un mediodía soleado de noviembre, en el que yo estaba totalmente solo en el agua con mi enorme tablón de rayas verdes.
Pero un día Miguel me dijo que el mar iba a subir, y que entonces podíamos surfear Santa Cristina, la playa de al lado. Yo creía que en ella no entraba mar suficiente, pero Miguel me aclaró que, con marejada, ya se podían coger muy buenas olas.

La construcción del dique de abrigo restó mucho mar en especial a la zona de la playa en la que rompen olas.  La señal para irnos a Santa Cristina era una fuerte subida de mar en el Orzán. 
Tengo grabado en la retina la primera vez que vi romper en Santa Cristina. Tal como me anunció Miguel el día anterior, un domingo de noviembre empezó a entrar mar. Yo iba con mi coche por la carretera de Las Jubias y paré en la cuneta para ver el oleaje anunciado por mi amigo. Efectivamente, allí estaban las magníficas olas de Santa Cristina. Desde arriba se veían romper perfectas, muy lejos de la orilla, y muy diferentes de las barras de Bastiagueiro. Recuerdo que el corazón se me aceleró y decidí ir a buscar mi tablón de inmediato, para tratar de coger aquellas ondas maravillosas.
Y, de esta forma, se inauguró la temporada de olas en Santa Cristina, ese invierno. Por fortuna, el mar siguió entrando con frecuencia, y las tardes dedicadas a surfear esa playa fueron numerosas.
Sin embargo, el otoño avanzaba hacia el invierno, y cada vez el agua se enfriaba más. No hace falta aclarar que surfeábamos sin traje de ningún tipo, y con mucho optimismo probamos a ponernos jerseys de lana. Además, la ausencia de inventos nos obligaba a nadar hasta cien ó ciento cincuenta metros si, al tratar de coger la ola, fallábamos y nos caíamos al agua, mientras el tablón se alejaba empujado por las olas. Recuerdo maldecir mucho en esas ocasiones.
Cuando empezó diciembre y, lógicamente, muchas tardes eran frías y desapacibles, con lluvia o viento, había olas, pero cada vez nos costaba más meternos.
Una tarde apareció por la playa una mujer que vivía en un chalet cercano, que me conocía porque a sus hijos yo les había dado clases de natación.
Cuando me vio salir del agua, totalmente aterido de frío, me prometió que al día siguiente me iba a traer un traje de buceo que su marido ya no usaba.

Aquí estoy entrando al agua ya con el traje de goma que me salvó la vida aquel invierno. La tabla no es la mía habitual, pero la costumbre era cambiarnos las tablas constantemente y además... no había suficientes para todos. 
Efectivamente, cumplió su promesa, y ¡qué sensación más deliciosa! Era un poco molesto llevar la cola de pingüino del traje, colgando, pero los siete milímetros de espesor me abrigaban del frío. Para no entorpecer las maniobras solo utilicé la chaqueta, las piernas las seguí llevando al aire muchos años todavía.
Y, por cierto, nunca más me volvieron a convocar como marinero voluntario.

Y en esta foto estoy disfrutando de la orillera en marea alta, para mí la mejor ola de esa playa, aunque a veces exigía violentos"aterrizajes" en una arena gruesa y plagada de conchas y pequeñas piedras.
Esta es una imagen actual de la playa. Hace tiempo se añadió arena, ya que, cuando empezamos a surfearla, los edificios y el paseo habían invadido el arenal y en marea alta ya casi no quedaba playa.


14 de junio de 2014

LOS INVIERNOS DE SANTA CRISTINA - ALGUNAS OTRAS COSAS SOBRE LOS COMIENZOS 1ª parte

Santa Cristina, sobre 1930 (quizás).
En esta vida llega un momento -afortunado- en el que tus recuerdos pueden ser innumerables. Pero la memoria es selectiva, ya que si no sería imposible concretar los más importantes, como es lógico. Por eso el que yo recuerde, en mis vivencias del surf, las muchas tardes de invierno pasadas en la playa de Santa Cristina significa que representan algo muy especial para mí.
Es indudable que, a estas alturas, decir que el surf ha sido algo importante en mi vida es una obviedad. Pero pretender que en mi vida de surfista Santa Cristina ha sido algo importante, quizás ya no lo sea. Ciertamente en esa playa, en esa ola, descubrí cosas importantes del surf, y por ello marcó para mí una etapa importante.
El banco de arena que hacia el final de la playa produce, de vez en cuando y con las condiciones necesarias, unas buenas olas sobre todo para el longboard, está originado por las fuertes corrientes que se forman en la desembocadura de las aguas de la ría del Burgo, que acumulan arena hasta formarlo, a la distancia correcta de la orilla, para que pueda romper esa ola.
La construcción, a mediados de los sesenta, del dique de abrigo, no fue muy buena para esta rompiente, ya que agudizó la falta de oleaje directo, y que obliga a necesitar una buena marejada para que rompa el mínimo necesario para que levante una olita decente.
        Cuando yo empecé a frecuentar esta playa en los primeros setenta ya no era el paraíso que había sido hasta diez o veinte años atrás. Primero, la construcción del dique de abrigo al interrumpir bastante la entrada de oleaje hizo que la arena de la playa empezara a desaparecer lentamente, año tras año. Por otra parte, de ser un paraje bucólico y solitario en las afueras de Coruña, la barra de arena comenzó a sufrir las ansias urbanizadoras sin límites ni regulaciones de ningún tipo. Y por eso el único testimonio de lo que había sido una hermosa y privilegiada playa, con zona de oleaje por un lado, y de aguas tranquilas por el otro, con grandes dunas entre ambos mares, se limitó a fotografías como las que os muestro aquí.

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El primer surfista en activo con que me topé, a poco de haber conseguido tener un tabla -primer logro casi imposible en aquellos años- fue Miguel Camarero. Hoy en día es difícil imaginar, para las actuales generaciones, lo que significaba entonces que te encontrases con alguien que, asombrosamente, también era surfista. De inmediato lo convertías en tu colega más cercano. Además, Miguel, era -y lo sigue siendo, gracias a Dios- un chaval entrañable. Algo más joven que yo, una persona agradable, risueña y sobre todo enamorado del mar, de la vida, y de todas esas cosas bellas que hay ahí fuera y que, muchas veces, nos llegamos a olvidar de que existen. Él me habló de la aventura que acababan de comenzar unos cuantos alumnos y compañeros suyos de la Escuela de Náutica coruñesa, con relación a la práctica de un nuevo deporte llegado de las islas Hawai llamado surf, o surfing. Indudablemente esta Escuela fue el vivero más lógico para todo lo que pasó después. ¿En donde se podría encontrar mejor que en ningún otro sitio chavales lo suficientemente enamorados de todo lo que significase el mar, los océanos...?
Pero lo primero de todo, fue la trascendental venida desde Gijón de Félix Cueto a estudiar Náutica a La Coruña, y al que los surfistas coruñeses le tendríamos que hacer un pequeño pero cariñoso homenaje en forma de monumento, al lado de esos surfistas anónimos que hay sobre la playa del Matadero.
         Porque, aunque seguramente todo hubiese sucedido más o menos, y más tarde o más temprano, de una forma parecida, lo cierto es que fue él, y no otro, el que estuvo allí, en el momento y en el sitio oportuno para que empezase a andar el surf en Galicia norte. El terreno estaba abonado, porque la idea ya existía, y prueba de ello eran Rufino y Tito, que a su vez, y con las mismas inquietudes que teníamos en nuestra pandilla, también habían empezado a dar pasos adelante. Y por lo que, muy pronto, todos fuimos un solo grupo de chavales a los que ni los temores de nuestros padres porque parecía que el surf era un peligroso deporte, ni el dedo que muchos de nuestros amigos se ponían en la sien cuando salía el tema del surf en las conversaciones, fue impedimento para que nuestros objetivos se fueran consiguiendo. Que eran dos, principalmente, conseguir tablas y descubrir olas.

                        (continuará)

Santa Cristina, cuando aún era un paraíso solitario