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29 de diciembre de 2014

NORDKAPP 18 - 2ª parte: Perdidos en la autopista


          Hacía ya bastante rato que la luz de la reserva de combustible me tenía intranquilo. Habíamos previsto repostar cuando entrásemos en aquella autopista, pero el caso es que llevábamos unos cuarenta kilómetros y no aparecía una estación de servicio por ninguna parte. Es más, aquella ruta no tenía ningún parecido con lo que estábamos acostumbrados a ver durante los miles de kilómetros recorridos. Una desolada carretera, apenas algún pequeño caserío alejado y con pobre aspecto, nada de las frecuentes áreas de servicio que invaden las autopistas europeas, en resumen, más parecía que rodábamos por otro continente.
          A medida que transcurrían los kilómetros me iba poniendo nervioso. Quim conducía, y comenzó a disminuir la velocidad para economizar consumo como medida de precaución. Además, tampoco veíamos circular muchos vehículos, realmente muy pocos.
          En definitiva, estábamos comenzando a sentirnos muy desorientados. Conocíamos de antemano, obviamente, qué país íbamos a recorrer, pero no habíamos previsto que fuera tan grave la cosa. Es más, creo que inconscientemente habíamos pensado que el simple hecho de suprimir la frontera con el Oeste era un acto definitivo, y no tan solo un simple comienzo. Estábamos siendo incómodos testigos de ello.
          La tarde iba transcurriendo, los kilómetros también, nuestro depósito se iba vaciando, y cada vez era más consciente de que la solución seguía estando lejos. Lo que veía a través del cristal de la ventanilla me iba transportando a la cruda realidad. Aquello no tenía la menor pinta de que apareciese, de un momento a otro, una lujosa y bien dotada estación de servicio.
          Cuando iban transcurridos unos ochenta kilómetros en la reserva, decidimos tomar iniciativas de emergencia.
          En la RDA, a pesar de todo, circulaban coches, y esos coches repostarían combustible en algún sitio. Entonces, probablemente sería necesario salir de la autopista.
          De pronto vemos, en una carretera local adyacente, un remolque bar con unos cuantos parroquianos disfrutando de la suave temperatura veraniega. Aviso a Quim y tomamos una salida que nos conduce al bar de carretera.
          Nos detenemos y les interrogamos en inglés. Sonriendo a medias, hacen ademán de no entender lo que les decimos. Insistimos un poco más explícitamente, pero es inútil, se encogen de hombros y niegan con la cabeza.
          Me parece tan sorprendente el que aquellos hombres no nos comprendan, que me siento totalmente desconcertado y por un momento no sé que hacer. Quim, en un alarde de imaginación y de capacidad de expresión, se dirige a la toma de combustible, la abre, y la señala con vehemencia.
           La primera persona que interpreta lo que pasa es la mujer que atiende el bar. Con aire de dirigirse a una panda de burros, les explica a sus clientes que lo que queremos es, simplemente, llenar nuestro depósito de gasoil (en la tapa pone claramente el nombre del combustible: “diesel”).
           Pero asombrosamente, aquello no parece resolver de manera definitiva las cosas. Se miran entre ellos, como si les preguntásemos por algo muy fuera de lo habitual, hasta que un hombretón con aire amable y tranquilo intenta explicarnos -en alemán- que sigamos por la autopista, y nos indica una distancia  y el nombre de una localidad: 20 km., Waren. En el colmo de la confusión, yo me hago el listo e interpreto que se refieren al nombre de la autopista, en alemán, y que nos quieren decir que más adelante, a veinte kilómetros, encontraremos un área de servicio. Quim me mira con un inconsciente sentimiento de respeto ante mi seguridad, y se sube al coche para continuar.

Es tremendo comprobar la poca vida que se nota en estos pueblos, en especial de noche por la escasa iluminación.

            Retomamos la autopista y aumentamos poco a poco la velocidad  de nuestro Mitsubishi (ahorrando gasoil). Aunque un poco más tranquilos, en el fondo no estoy muy seguro de que aquello tenga un arreglo inmediato. Miro constantemente el indicador de combustible, que va prácticamente a cero. A esas alturas, el mejor procedimiento para conocer tus posibilidades de quedarte, o no, tirado en la carretera es llevar la cuenta de los kilómetros recorridos. Nosotros llevamos ya casi los 1.000 desde que se llenó el depósito. Por lo tanto, en cualquier momento notaremos que el coche pierde empuje, de que a pesar de pisar el acelerador el motor no va a responder y...que se parará en medio de aquella desolación, en dónde la gente no te entiende las cosas más elementales.
           El problema, en el fondo, no es tan grave (lo sería si viajásemos en un avión) y quizás incorpore un elemento de aventura a la rutina viajera, pero lo cierto es que en aquel momento no me produce ningún entusiasmo. Y eso que, además, nuestro coche incorpora ya un sistema por el que quedarte sin combustible no supone un grave inconveniente, como sucedía hasta ahora en los motores de gasoil, ya que lleva un dispositivo para bombear y sangrar sin problema el conducto del combustible.
          Transcurren otros veinte kilómetros y seguimos igual. Hay que volver a intentar tomar combustible en algún pueblo. Tengo el cada vez mas firme convencimiento de que como allí la gente no viaja nunca demasiado lejos, ¿para qué poner gasolineras en las autopistas, si siempre llevas combustible tomado en tu sitio de costumbre?
          A lo lejos, veo unas casas y unas banderas ondeando. Tajante, le digo a Quim que salga de la autopista maldita en la desviación que nos lleva a aquel lugar. Cuando llegamos, vemos  que solo se trata de una granja. Decidimos coger una carretera local, totalmente a ciegas, a ver a dónde vamos a parar. De todas formas, prefiero quedarme sin gasoil en ese sitio y no en plena y desierta autopista.
Ya es casi de noche cuando llegamos a otro pueblo y, en un letrero viejo y sucio, veo pintado un surtidor. Mi corazón se acelera.
         En cuanto encontramos un grupo de personas nos paramos a preguntar. ¡Qué optimismo!. Como si no hubiera sido suficiente con lo del bar de carretera.
         Tras no conseguir entendernos, seguimos atravesando aquel pequeño y oscuro poblacho. No hay casi luces y diríase que en él no vive nadie.
         Al llegar a una especie de placita en donde confluyen varias calles, vemos varios chicos que, alegremente conversan entre ellos. Pienso, fugazmente, que los jóvenes son iguales en todas partes. Paramos junto a ellos pensando que, por ser jóvenes precisamente, quizás conozcan el inglés mejor que sus mayores. Y efectivamente, así es. Son dos chicas y un chico. Al principio, al conocer nuestra inquietud, se miran entre ellos, aunque se les nota que quieren ayudarnos. El chico, que parece muy espabilado y simpático, nos dice que cogiendo por una de aquellas carreteras, a unos dieciocho kilómetros, hay un surtidor de combustible.
         Quim y yo nos miramos esperanzados, aunque al mismo tiempo estamos calibrando nuestras posibilidades de ser capaces de llegar hasta allí.
         Como otra cosa no podemos hacer tomamos la nueva ruta, que nos lleva en dirección Este. Le comento a Quim que ahora vamos directos a Polonia. Según el mapa, está a poco más de cien kilómetros.
         La carretera es estrecha, una ruta secundaria que corre por una llanura, entre árboles y campos de cereales, que me recuerda la región leonesa de Tierra de Campos.
         Pienso en qué haríamos si el coche se parase allí mismo, en medio de aquellos campos solitarios, donde no se ven luces de casas y ni siquiera hay un lugar adecuado para aparcar. Nos tendríamos que quedar a pasar la noche en medio de la carretera.
         Reflexionando estoy sobre ésto cuando, sobre unas lomas, veo un resplandor. Según nos acercamos, el resplandor es más intenso, como de unos potentes focos. Doblamos un recodo de la desierta carretera y nos quedamos atónitos. Delante de nosotros, a cien metros, e iluminada como un estadio de fútbol, tenemos a nuestra disposición una de las estaciones de servicio más grandes y lujosas que nos hayamos encontrado en todo nuestro viaje. Es de la cadena alemana (del oeste) "Dea" que, como tantas industrias del otro lado, está montando a toda velocidad nuevas instalaciones en el Este para hacerse con la correspondiente cuota de mercado.
         Ahora estoy seguro de lo que sintió Cristóbal Colón cuando Rodrigo de Triana avistó tierra. Una mezcla de alegría, asombro, satisfacción y enorme relajamiento nos invadió. Un empleado vestido con una inmaculada bata blanca nos señala cual es el surtidor adecuado. Quim hace un giro para aparcar al lado y, en ese momento, el motor se apaga él solo, por falta de combustible...

Este modelo de coche, denominado "Trabant" o Travis", era casi exclusivamente el único que existía en la RDA. Lentos en la autopista, ruidosos, frecuentemente echando humo por el escape...

11 de diciembre de 2014

NORDKAPP.18 (1ª parte) EL OTRO MUNDO DEL ESTE


            A la mañana siguiente se imponía madrugar. Teníamos una dura jornada, ya que pretendíamos llegar a Helsinborg, pasar a Helsingor (el ferry más corto para llegar a Dinamarca) y rápidamente atravesar esta isla hasta el puerto de Gedser, en donde volveríamos a embarcar rumbo a Rostock (Alemania del Este), con objeto de pasar la noche en algún camping de este país.

Plano de la ruta combinada barco-autopista que seguimos para ir de Suecia a Alemania del Este, ex-República Democrática, vía de comunicación recientemente abierta para conectar Escandinavia con Berlín, vía Rostock, desde la apertura a Occidente de hacía tan solo unos meses.

            Era por lo tanto una etapa llena de posibles incidencias, con el enlace a Europa continental vía Dinamarca incluido en el mismo billete, que previamente habíamos comprado en Helsinborg en donde, por cierto, tuvimos que convencer al individuo de la venta de pasajes de que nuestro coche solo medía de altura 194 centímetros y medio, ya que vimos en las tarifas que los coches de 195 centímetros pagaban ciento treinta dólares más. A la ida nos cobraron por la tarifa elevada, cosa de la que nos dimos cuenta ya demasiado tarde, al ver un folleto de la compañía, por lo que en esta ocasión ya íbamos preparados.
            Efectivamente, en principio el citado funcionario de Helsinborg nos expidió un billete más caro de lo que nos correspondía, por lo que le dijimos, sin más explicaciones, que nuestro coche medía 194,5 cm. e hicimos ademán de enseñarle las especificaciones oficiales del vehículo en donde consta esa altura, pero el hombre ya no intentó discutir, sino que se limitó a cambiarnos el billete por otro, ciento treinta dólares más barato. Menos mal que los nórdicos son bastante pragmáticos.
             Nos colocamos en la fila correspondiente, y mirando a nuestro alrededor calculamos que habría varios cientos de vehículos esperando para embarcar. Por ser época de vacaciones la compañía había previsto que salieran dos ferrys simultáneamente, por lo que al poco tiempo ya estábamos dentro de uno de ellos, comenzando la corta travesía hacia Dinamarca.
             Al mediodía ya rodábamos por la autopista danesa camino de Gedser con algo de prisa, intentando llegar a tiempo de coger el barco de las cinco de la tarde, para entrar en Alemania con tiempo suficiente. Por esa razón, a pesar de ir marcándonos la luz de reserva de combustible, no nos detuvimos a repostar, pensando en hacerlo en el continente. Grave error el de nuestra confianza, y que estuvo a punto de crearnos bastantes complicaciones y retrasos.
             Logrado nuestro propósito de embarcar en el ferry de media tarde, nos dispusimos a descansar las dos horas de travesía hasta Rostock.
             En el barco viajaban numerosos turistas de la ex-Alemania comunista, y uno de nuestros entretenimientos -de Quim y mío- fue el de criticar uno por uno a aquellos pobres alemanes. Nos llamaba la atención su forma de vestir, totalmente trasnochada y excesivamente rudimentaria, aunque a muchos se les veía que acababan de comprarse ropa nueva pero que, por lo general, no armonizaba ni con su aspecto ni con otras prendas que llevaban.
             Pensábamos, al verlos, la ilusión con la que aquella gente se lanzaba a conocer los países que, aún estando tan cerca, nunca pudieron visitar -la mayoría de ellos, por no decir todos, no superaban los cuarenta y tantos años de edad-. Eran las clásicas familias de padres jóvenes con varios niños, que volvían de conocer Escandinavia y de disfrutar siendo testigos de un nivel de vida que desconocían.
             Sin embargo, cuando avistamos las costas alemanas y el puerto de Rostock, muchos de ellos se agolparon sobre la barandilla del puente de proa con la alegría pintada en sus jóvenes rostros y la ilusión de volver a su casa, a su patria al fin y al cabo, después de unas tranquilas y felices vacaciones, como aquel verano habían hecho tantas y tantas familias europeas.
             Nosotros habíamos sido testigos de la vuelta a casa de muchas de estas familias, a lo largo de nuestro rodar por las rutas de Europa en los últimos días, pero al ver a aquellos alemanes sabiendo que, para la mayoría de ellos, eran las primeras vacaciones de verdad de su vida y el especialísimo significado que éstas tenían, realmente nos sentimos un tanto conmovidos y nos emocionó ser testigos de un aspecto humano que, a pesar de su importancia, nunca aparecería escrito en la historia oficial.

(Arriba) Impresionante silueta de un ferry. Esperemos que a estos barcos no les suceda lo que al "Vasa" cuya historia relaté en el capítulo de Estocolmo.
(Abajo) Uno de los tremendos ferrys que conectan Escandinavia con la Europa Occidental. Piénsese que cualquier finlandés, sueco o noruego, que desee pasar por vía terrestre hacia el resto de Europa, lo tiene que hacer a través de comunicación marítima por Dinamarca. Al menos mientras no se pueda ir por Finlandia y las Repúblicas Bálticas. (Nota: actualmente esta comunicación ya es posible, por la independencia de estas repúblicas y por el puente que une Suecia con Dinamarca)
             La comunicación marítima con Rostock, desde Dinamarca, se acababa de inaugurar, según pudimos saber. Lentamente el enorme buque fue entrando en el estuario en cuyas riberas se asientan los muelles de la ciudad y unos grandes astilleros.

Quim trata de divisar el puerto de Rostock (Alemania del Este) desde la barandilla del barco, navegando ya por el Báltico.
             Como de costumbre la maniobra de atraque fue rápida, y en pocos minutos estábamos rodando sobre una vieja carretera de descuidado adoquín, que discurría por entre las viejas instalaciones portuarias siguiendo los rótulos que anunciaban: BERLIN.
             Al poco tiempo y sin entrar en la ciudad, enfilamos la autopista de la antigua -y ahora otra vez de nuevo- capital alemana. Ahí empezamos a percibir que nos encontrábamos ya en la Alemania del Este. La reunificación cumplía en aquellos días (agosto de 1991) unos diez meses de existencia (el 3 de octubre de 1990 se estableció la unificación de las dos alemanias), por lo que prácticamente todo estaba como antes. Incluso se notaba más aun el habitualmente lúgubre aspecto urbano de los pueblos y ciudades, por simple contraste con las nuevas dotaciones públicas o privadas que el gobierno se había apresurado a instalar en la ex-Alemania Oriental, puesto que el gobierno federal alemán había comenzado ya la colosal tarea de convertir aquel oxidado país en una prolongación del moderno y avanzado Estado alemán, y cualquier instalación reciente del mobiliario urbano destacaba enormemente.
            Colosal tarea, digo, y creo que me quedo corto.


            Como primer ejemplo que nos saltaba a la vista, la autopista a Berlín por la que viajábamos. Se reducía a las dos calzadas de doble carril, pavimentadas en cemento con notables irregularidades en el piso, separadas por una estrecha franja de hierba.
            Esta vía perteneció a la red de "autobahn" que, antes de la Segunda Guerra Mundial, en la década de los treinta, construyó Hitler.
            Pero desde entonces, estas autopistas han permanecido prácticamente sin tocar. De esta forma, el Estado alemán tiene ahora que proceder inevitablemente a su total remodelación y modernización. Primero dotarlas de vallas protectoras, cuatro líneas en total, las dos exteriores y las dos centrales, de separación de calzadas; construir los arcenes, inexistentes; dotar a la vía de toda la señalización vertical y horizontal, que estaba reducida a un mínimo patético, por lo escaso de la información y lo deteriorado de su aspecto. Y, por último, y ahí es nada, asfaltar toda la calzada. En resumen, hacer todo eso en miles de kilómetros de autopistas que poseía este Estado comunista. Y, además, teniendo en cuenta el que en Alemania las autopistas no son de peaje.
            Luego, hacer algo similar en las decenas de miles de kilómetros de carreteras de todo orden, también con enormes deficiencias y en un estado de conservación que me recordaban las carreteras españolas de mi infancia.


           Más tarde, hacer todo eso con toda la infraestructura pública de Alemania del Este.
Después, cerrar las industrias totalmente trasnochadas en las que trabajaban miles y miles de ciudadanos, a los que sin embargo tendrán que mantener, a muchos de por vida...
           ¿Sería muy impropio echar gran parte de la culpa de la actual crisis europea, a la reunificación alemana? (La crisis que afectó a Europa a principios de los años 90 del siglo pasado)