Creo que fue en la primavera de 1973 cuando, una tarde en la que surfeábamos el Orzán, como hacíamos casi todos los días, al subir la escalera de acceso al paseo nos encontramos con un muchacho con aspecto de extranjero nórdico: pelo rubio largo, barba, mandíbula prominente, complexión fuerte, estatura superior a la nuestra. No sabía hablar español, pero intentó decirnos algo con gestos. Su expresión era muy amistosa, y con un poco de nuestro inglés escolar conseguimos comunicarnos con él.
Darryl –así
nos dijo que se llamaba- era un surfista sudafricano que después de salir desde
Inglaterra en un yate con rumbo sur, en compañía de un colega, habían sufrido
una avería en el piloto automático que los obligó a recalar en A Coruña. Su
plan era descansar una semana en nuestra ciudad mientras su amigo se volvía al
puerto de origen para comprar la pieza.
Nos dijo
que traía una tabla de surf en su barco y que deseaba surfear con nosotros.
Recuerdo mi emoción en aquel momento: ¡No me podía creer lo que estaba oyendo,
era casi irreal! ¿Un surfer de Sudáfrica quería compartir sesiones con nosotros
en nuestras olas, durante varios días? Era como si una noche de marcha te
encuentras, yo que sé, con Julia Roberts, y te sugiere amablemente pasar la
noche en tu casa porque no tiene donde quedarse. Algo así. ¿Estaba soñando…?
Aquello no podía ser cierto.
Pero lo
era. Al día siguiente se presentó con su tabla en el Orzán de nuevo, y cogió
olas con nosotros. La emoción nos podía. Los siguientes días lo citamos para
llevarlo a nuestras otras playas, a que conociera toda la gama de olas de que
disfrutábamos.
El primer
sitio adonde fuimos fue Barrañán. Era un día pequeño, con una ola babosa.
Nosotros quisimos que se echase al agua pero –con los años lo entendí- aquella
ola no le motivó lo suficiente y no se metió. Aunque nos dijo que podíamos
probar su tabla. Creo recordar que no nos atrevimos, ya que su anchura era
minúscula y su shape demasiado innovador, para unos lerdos como nosotros.
Guardo fotos de aquel baño en Barrañán |
Pero
después de darnos un baño nos volvimos viendo playas. Y lo llevamos a una que ya
conocíamos pero cuyas olas siempre nos habían parecido muy radicales para
nuestras posibilidades. Cuando llegamos, yo le dije: “En esta playa nunca nos hemos
echado. Se llama Sabón”.
Darryl
contempló las olas, como de metro y medio, con paredes verticales, lisas y muy
rápidas. Al cabo de unos segundos de contemplación, se volvió hacia nosotros y,
con una gran sonrisa y unas frases entusiastas en inglés, nos dejo claro que
aquellas eran las olas en las que quería surfear.
Yo volví la
vista hacia aquellas olas que habíamos despreciado (pero que también nos
infundían secretos temores) y me di cuenta de que tendríamos que romper aquel
tabú que significaba Sabón.
Otro día, nos
invitó a cenar en su yate a algunos de nosotros. Yo llevé a mi novia, en plan
cenita formal. Nos recibió con alegría y nos enseñó el barco. Llegó la hora de
cenar y sacó un par de tarteras con comida recién cocida y humeante, de olores
a los que no estábamos muy acostumbrados. Empecé escogiendo unos vegetales que,
sin saber qué eran, me los metí en la boca y los tuve que masticar bastante, ya
que tenían una cáscara muy dura y desagradable. Cuando iba por el tercero más o
menos, Darryl, partiéndose de risa me enseñó que, antes, había que sacarle la
cáscara. Después supe que eran alcachofas, de las que solo se come lo de
dentro. Yo me lo estaba comiendo todo, con gran esfuerzo. Fue una cena
vegetariana de lo más espantoso. ¿Cómo podía Darryl hacer surf y sobrevivir con
aquella dieta? En cambio, del postre recuerdo que estaba muy rico.
Durante la
sobremesa nos contó que se había casado, y que trabajaba como descargador en un
mercado de frutas en Durban, pero que llegó un momento en el que se dio cuenta
de que su vida iba por un rumbo equivocado, y deseaba dejar todo eso atrás,
incluido su mujer. Con un par de colegas se marchó a las islas Mauricio, en
donde estuvo un par de meses, y en donde fabricó la tabla que ahora tenía.
Incluso nos proyectó películas en las que se le veía surfeando en unas olas
estupendas. ¡Qué envidia nos daba!
Su proyecto
era atravesar el Atlántico, cruzar al Pacífico por el Canal de Panamá, e irse a
recorrer los Mares del Sur, así, tal como suena. ¡Y de qué manera nos sonaba a
nosotros!
Pero los
días pasaban y su amigo tardaba en volver, la semana se convirtió en tres meses,
y ya nos temíamos que lo había abandonado pero, al fin, creo que un buen día
apareció. Aunque yo nunca lo conocí ¿Existiría de verdad? Es una pregunta que
me hice muchas veces.
Un día
Rufino –uno de los miembros del grupo de surfistas, que estaba intentando
fabricar tablas- me contó que le había preguntado a Darryl cómo se hacían las
tablas de surf. Él le hizo un plano del soporte en el que se colocaba la tabla,
ese tan típico hoy en día en los talleres, dos horquillas metidas en sendos
botes viejos de pintura llenos de cemento. Y le dijo el nombre de una resina de
poliéster que nos intrigó mucho, ya que él le concedió gran importancia. Era paraffin
resin. Fácilmente dedujimos la traducción, resina parafinada. Pero no
entendíamos que significaba realmente. Conocíamos la parafina, la cera que se
le daba a las tablas, y también la resina de poliéster, el gel que se aplicaba
a las tablas exteriormente y que luego se cristalizaba. Rufino, que conocía
muchos de esos productos, sin embargo no identificaba aquella resina
“parafinada”.
Pero al
cabo de varios días, y aunque no recuerdo como lo averiguó, Rufino llegó muy
contento y nos contó que la resina parafinada era un gel que, tras secar, cristalizaba
de tal forma que se podía lijar sin ningún problema, al contrario de la que
usábamos, que nunca llegaba a secar totalmente y con la que era casi imposible
usar la lija porque se embozaba constantemente. Para Rufino, en sus intentos de
fabricación de tablas, fue un avance tecnológico importantísimo.
Recuerdo
muchas anécdotas de Darryl. Era un vegetariano convencido. Una vez lo invitamos
a comer y cuando nos sirvieron ensaladilla rusa preguntó si aquello tenía
carne. Yo pensé enseguida en las pequeñas migas de atún que lleva la
ensaladilla. Pero le dije que no, que lo que llevaba él lo podía comer. No me
dijo nada, pero aún me acuerdo de Darryl sacándole a la ensaladilla los
pedacitos de atún, pacientemente, uno a uno.
Pero un día
llegó a la playa y nos dijo que se marchaba. Creo que había cambiado de planes
en cuanto a viajar a los Mares del Sur, al menos de momento. Nunca nos contó
que era lo que había pasado con su amigo. Pero cuando se marchó, me ofreció
venderme su tabla, porque necesitaba dinero. Y yo le regateé, pero al revés, yo
le ofrecía más dinero del que él quería aceptar, y no nos poníamos de acuerdo. Aunque
al final le hice una buena oferta y nos dimos un abrazo.
Un
personaje muy curioso, aquel sudafricano.
Unos años después, en Doniños, con la tabla de Darryl |
Girar, con esta tabla, no era fácil |