Entretenido con el mapa -conduce Quim-, me llama la atención el que las rutas de comunicación -tanto la carretera como el ferrocarril, que discurren juntas durante unos doscientos kilómetros- se alejen tanto de la costa, internándose en unas tierras altas a más de mil metros de altitud que, en el invierno, debe de ser una zona cubierta por varios metros de nieve o hielo, con temperaturas bajísimas y en definitiva verdaderamente inhóspita e intransitable, que es lo que sucede cuando en este país te alejas unos kilómetros de la franja costera.
Sin embargo, analizando lo que el plano refleja, veo que esa ruta es la única posible y, de hecho, la única que realmente existe. De nuevo la frontera con Suecia se acerca, dando la sensación de ahogar el espacio noruego. Al otro lado de la línea divisoria se adivina un territorio desolado -apenas hay núcleos de población en miles de kilómetros cuadrados de territorio-, con una orografía formada por valles fluviales rodeados por cadenas montañosas que se dirigen en perpendicular hacia el golfo de Botnia, a unos quinientos kilómetros de distancia.
Por otra parte, la zona costera de Noruega es en este área muy accidentada, y solo hay una carretera de trazado muy sinuoso que une pequeñas ciudades y que, de hecho, se interrumpe en numerosas ocasiones en lo que deben ser fiordos pequeños pero de impresionantes paredes, ya que se ven cotas de mil trescientos metros a una distancia lineal de apenas unos cientos de metros del mar. Y en medio de todo eso, entre el camino que seguimos cerca de la tundra sueca y el mar, ¿qué hay para que sea imposible de ser recorrido por las rutas de comunicación terrestre?
En el mapa se ve una inmensa mancha blanca, y un nombre en grandes letras: "Svartisen". Las últimas cinco letras de este nombre indican, por lo que he ido constatando, que se trata de un área de glaciares o nieves perpetuas. Y unas horas después tendremos la oportunidad de comprobarlo.
Al poco tiempo se divisa un extraño edificio, en medio de la desolada altiplanicie que estamos atravesando. Al acercarnos, y situándome en el mapa, me doy cuenta de que se trata de otro de los enclaves turísticos de la zona. Está ubicado en dónde se cruza la carretera con la línea imaginaria del Círculo Polar Ártico. Su arquitectura recuerda un inmenso iglú y se adivina concebida para soportar gruesas capas de nieve.
El Centro turístico enclavado en el punto en el que la carretera se cruza con la línea imaginaria. |
El aquitecto lo construyó con forma de iglú. En esta imagen, en el invierno, se ve que la nieve ha alcanzado casi los dos metros. |
Efectivamente, al entrar se nota de inmediato una grata sensación, muy diferente de la que sientes allá afuera. Se trata de un centro turístico muy completo con un pequeño museo, sala de proyecciones, cafetería, tienda de recuerdos y varias dependencias más. Curioseamos un poco, tomamos un humeante café y compramos alguna cosa. Yo adquiero un poster que representa una fotografía de satélite de la península escandinava, en donde se ven perfectamente las zonas por las que hemos rodado en las dos últimas semanas. Nuestra situación viene señalada en la foto, y veo que hacia el Oeste se extiende esa tremenda mancha blanca que veía en el mapa. Lo comento con Quim, para planificar una posible visita a esa zona, ya que he visto que unos kilómetros más adelante hay una ruta que parece llegar hasta el propio glaciar.
Calculo el tiempo de que disponemos, que no es mucho, ya que aún debemos bajar hacia el sur varios miles de kilómetros. Seguimos nuestro camino, ahora descendiendo de nuevo hacia el mar por una cañada entre agrestes montes. Estamos cerca de una ciudad importante con un extraño nombre: Mo i Rana, que más parece el nombre de la capital galáctica de alguna novela de Asimov.
Vamos atentos a la desviación que, a nuestra derecha, nos llevará hasta la base del glaciar Svartisen. Por nuestro altímetro vamos ya casi al nivel del mar, cuando divisamos el cartel indicador: "Svartisen - 12 Km".
Tomamos la nueva ruta, una estrecha carretera local, y preveo que pronto tendremos una subida empinada, ya que si estamos a pocos metros de altitud, ni cien apenas, para llegar a donde comienzan los hielos perpetuos necesitaremos remontar como mínimo por encima de los mil. La temperatura exterior que señala nuestro termómetro es de unos quince grados y el ambiente, en las cercanías del mar, es húmedo, por lo que no es muy propicio para la conservación del hielo y de la nieve.
Sin embargo, cuando llevamos casi diez kilómetros, prácticamente no hemos subido ni un metro. Rodamos bordeando un pequeño lago, por un valle que parece encaminarse a una cañada entre montañas.
Entramos en la cañada, y por ella discurre un caudaloso y torrencial río, de aguas particularmente revueltas y blanquecinas, como si portase mucho barro en disolución. A los pocos minutos termina el asfalto y llegamos a un pequeño desembarcadero en el que se indica que salen lanchas a motor hasta la base del glaciar. Dejamos nuestro coche en un minúsculo estacionamiento embarcando, a los pocos minutos, en una de las dos que hacen la ruta.
Navegando por un estrecho lago, encajonado entre altas y verticales montañas, la embarcación nos lleva hasta el extremo final del lago. Allí, por una garganta rocosa, un impresionante torrente desciende hasta cerca de donde nos encontramos.
El patrón de la embarcación nos indica que tenemos dos horas para hacer la visita, que caminemos siguiendo las señales que hay a lo largo del sendero que asciende paralelo al torrente, y que obedezcamos al pie de la letra las prohibiciones que vamos a ver en unos carteles cerca del glaciar, en el sentido de que no debemos acercarnos a la movediza masa de hielo.
Ha empezado a llover con insistencia, pero no hay tiempo que perder. Todos nos echamos a caminar por el áspero e irregular sendero de montaña que nos han indicado. Quim y yo, que en ese año estamos en plena forma, ya que corremos varios kilómetros diarios, establecemos un ritmo muy vivo, incluso con cierto "pique" entre nosotros mismos, y pronto nos distanciamos del resto de excursionistas.
Al cabo de unos diez minutos llegamos al final de nuestra subida por la estrecha hendidura rocosa por la que baja el torrente y, asombrados de lo que vemos, nos detenemos a contemplar el inesperado paisaje que acabamos de descubrir.
Estamos al borde de otro lago, de unos ochocientos metros de diámetro, del que sale el torrente por el que hemos ascendido. Y delante de nosotros, casi cubriendo todo lo que abarca nuestra vista, hay un inmenso mar de hielo, inclinado, que desemboca en las grises aguas de la laguna. La irregular superficie blanco azulada, llena de grietas y protuberancias, asciende por el gigantesco cauce que se abre entre dos montañas y se pierde entre las nubes, muy arriba, tras una inmensa curva rodeando una de las cumbres.
Svartisen tiene varias lenguas glaciares. En la que estamos ahora tiene una longitud de unos quince kilómetros y una anchura media de más de cuatrocientos metros. Su masa se mueve a razón de unos dos metros por hora, rompiéndose cada cierto espacio de tiempo un trozo de su pared, que se precipita en el lago, formando una colosal y violenta ola.
No es difícil adivinar que la lengua glaciar fue mucho más ancha, ya que las laderas adyacentes -desprovistas absolutamente de vegetación- presentan una forma de erosión muy típica, con frecuentes escalones.
Por la ladera rocosa que sube paralela a la masa de témpanos, vemos unos carteles que avisan del peligro que representa acercarse tanto a la orilla de la laguna, como al borde del hielo. Para apoyar la prohibición, en ellos se explica que, cada año, mueren en Noruega un promedio de 7 personas en accidentes sucedidos en los glaciares.
El resto de la gente apenas empieza a llegar al final de la torrentera, cuando Quim y yo remontamos ya por la ladera cercana a la lengua glaciar. No hay sendero alguno, por lo que tenemos que ir sorteando los obstáculos naturales, no muy difíciles, pero que por el poco tiempo que tenemos nos impiden subir mucho más.
Como buenos ibéricos, no resistimos la tentación de desobedecer -solo en parte- los avisos escritos y nos acercamos hasta pocos metros del glaciar, aunque midiendo la posibilidad de que nos caiga encima, inesperadamente, un gran bloque helado. Hemos oído que hay inconscientes (nosotros no nos atrevemos, pues eso sí sería una grave imprudencia) que se suben encima del río de hielo e, incluso, se introducen en las cavidades, verdaderas cavernas, que se forman entre los bloques del glaciar.
(CONTINUARÁ)
Que tal Carlos,
ResponderEliminarSupongo que a estas alturas del viaje ya se debe de empezar a notar cierto cansancio. Desde luego que la forma del edificio llama poderosamente la atención. La visión de esa inmensa masa de hielo debe de ser impresionante. Curioso lo que comentas acerca de la tendencia que tenemos a mirar para otro lado en cuestión de carteles/advertencias...jeje
Un saludo y hasta la próxima!
Ja, ja, lo de los carteles es siempre lo mismo, pensamos: "esto no va conmigo..."
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