Todos los años, cuando llegan estos
días de agosto, me invade la magia de Las Perseidas, de esas estrellas fugaces
cruzando el cielo esplendoroso de una noche de verano. Y me voy, en plena
noche, a los espacios abiertos con la ilusión de contemplar esa fugacidad tan
extrema, ese segundo mágico en el que, inevitablemente, lanzamos una
exclamación de asombro cuando atraviesa nuestra atmósfera esa pequeña mota de
polvo, trazando una línea recta tan perfecta como efímera.
Algún año esta fecha me cogió en
Tenerife, y subíamos a Las Cañadas del Teide, a más de dos mil metros de
altitud, para observarlas en todo su esplendor en la limpia y despejada
atmósfera de estas cumbres canarias. Nos tumbábamos en la tierra seca, protegiéndonos
del frío con alguna manta, y apoyábamos la cabeza en un cojín hurtado a última
hora en la casa familiar. Y mientras, con la vista perdida en el infinito, nos contábamos
chistes para entretener la impaciente espera, y nos maravillábamos admirando ese espectáculo increíble que es el universo. Lo primero de todo era situarnos
en la dirección adecuada fijándonos en la Estrella Polar , al
final del extremo de la Osa Menor , tratando
después de encontrar la constelación de Perseo, para poder anticiparnos un poco
a la instantánea caducidad del espectáculo. Y en algún momento nos
sorprendíamos al darnos cuenta de que, inconscientemente, habíamos extendido el
brazo hacia la inmensidad que se levantaba sobre nosotros, como si pudiéramos
tocar alguna estrella con la mano para señalarla con más precisión.
De pronto alguien gritaba “¡allí,
allí va una!”, y todos buscábamos con ansiedad la mágica línea luminosa antes
de que desapareciera. Algunos, con gran desencanto, no lo conseguíamos. Pero
pronto la ilusión de que la próxima aparecería en cualquier momento nos
obligaba a concentrarnos aún más en vigilar el firmamento.
Porque, al final, lo mejor de esta
experiencia era haberle dedicado un largo rato, sin prisas, a la observación de
ese maravilloso escenario, sin duda el más impresionante que nos puede ofrecer la Naturaleza , del que tan
poco conocemos y que tanta fascinación ejerce sobre nosotros cuando lo examinamos con calma,
porque la vida diaria nunca nos permite estar en ese ensimismamiento tanto rato,
como cuando llegan estos días de agosto y caen sobre nuestras cabezas las
lágrimas de San Lorenzo. Ese, creo yo, es su principal mérito, lograr que
descubramos, con nuestros propios ojos, el misterioso, el incomparable, el
increíble paisaje del Universo.
Cuando miramos al horizonte de un océano,
tenemos constancia de que, detrás de aquella línea, se esconden otras tierras,
paisajes y culturas. Pero no las podemos ver. Sin embargo en el universo no hay
horizontes, y si nuestra vista no fuera tan infinitamente débil podríamos divisar
la frontera del Universo, tan infinitamente lejana, a casi quince mil millones de años luz.
Que tal Carlos!
ResponderEliminarEsta madrugada pasada vi alguna. Aun estando en la ciudad y con toda la contaminación luminica se podian apreciar de vez en cuando esas fantasticas presencias.
Supongo que en sitios adecuados el espectaculo seria mayor.
Saludos!