En el
verano de 1970, mi
primera tabla, un genuino longboard de los años sesenta salido quizás de algún
taller californiano, era muy antiguo, pero muy bonito, muy clásico, de bandas
longitudinales blancas y verdes, y con el que disfruté inmensamente durante
varios años antes de que el uso, los golpes y la falta de reparaciones lo
condenasen a un prematuro desguace del que nunca me perdonaré por haberlo
consentido. Solo diré que hubo alguien que me lo pidió, cuando yo ya no lo usaba
mucho, para aprovechar el foam y hacer una tabla más pequeña y moderna. El
tablón tenía ya deshecho el “nose” y absorbía agua por la punta como si fuera el motor de reacción de un avión, aunque no salía por atrás: se quedaba dentro.
Eso había deteriorado enormemente la plancha, pero no me planteé una reparación
para restaurarla. Fue una lástima, aunque me temo que más tarde o más temprano
hubiera sucumbido a la falta de cuidados con que la trataba.
Porque en aquella época
en la que los inventos eran algo exótico, unido a que aquella tabla calculo que
pesaba sobre 15 kilos, hacía que constantemente terminara golpeándose en la
orilla contra la arena, y seguramente también contra las frecuentes piedras que
es fácil encontrar en ella. Y aunque hubiera tenido un invento a mano, mejor
dicho en este caso, a pié, no hubiera sido muy sensato usarlo. Porque, en
primer lugar, los inventos (si conseguías uno) que entonces había como último
grito eran bastante rígidos (una cuerda atada a un trozo de neumático que se
ponía en el tobillo), y en segundo lugar, de intentar sujetar aquel portaviones
con algo, con lo que fuera, se corría el riesgo de ser miserablemente
arrastrado hasta la misma orilla o, en el peor de los casos, que casi te arrancara
de cuajo una pierna. No procedía pues. La falta de amarradera, sin embargo,
conllevaba graves inconvenientes. Aun me acuerdo de las maldiciones que lanzaba
cuando al coger una ola en Santa Cristina (A Coruña), a 100 ó 150 metros de la orilla,
me caía de la tabla y la veía alejarse rápida e irremisiblemente. Tocaba
entonces nadar, pero el agua estaba muy fría (eran siempre sesiones de invierno
en aquel spot) y el traje que usaba no protegía apenas de la temperatura gélida
del agua.
Es
curioso, pero no recuerdo que tabla usé a continuación, aunque creo que fue la
etapa en la que casi dejé el surf, cosa que duró dos ó tres años, quizás algo
más. Y ya posteriormente llegué a Ferrol. Y para entonces todos nos habíamos
olvidado de los longboards: en aquel momento eran ya, simplemente, prehistoria
del surf.
Excelente historia Carlos. Como siempre es un placer leerte, y más sobre estos temas que como sabes me gustan tanto. Un abrazo,
ResponderEliminarMuchas gracias Jesús. Pero soy yo el que tengo que expresarte mi reconocimiento por esas magnificas entradas sobre Fuerteventura, en especial lo relacionado con la Casa Winter.
EliminarQue tal Carlos!
ResponderEliminarSuscribo el comentario de Jesús, muchas gracias por compartir esos maravillosos recuerdos. Desde luego que aquellas condiciones -sobre todo en cuanto al material- hacian dificil y complicada la practica del surf. Es perfectamente entendible el apego que le puedas llegar a coger a una tabla, los cientos de horas de satisfacción que proporcionan son impagables. Ya que comentas lo de las diapos, yo tengo unas cuantas cajas y estoy deseando escanearlas, pero veo que los escaners de diapos cuestan una pasta y como es algo que usas una vez y poco mas no me animo a pillarme uno, es que ahora me da pereza sacar el proyecto y montar la pantalla, reconozco que su visión en ordenar es mas comoda aunque las dimensiones de la pantalla dan mucho juego.
Me gusta mucho la foto, se te ve buena planta, algun dia nos contaras el efecto que producia la tabla entre las chicas....jeje
Pues lo dicho, un placer y un gustazo el leerte, buena semana!
A mí me pasa lo mismo, igual hay que recurrir a un profesional para escanear las diapos, yo tengo bastantes porque me gustaba mucho hacerlas. Uno que está muy enterado seguramente es Jesús, por lo del libro de Pantín.
EliminarSaludos y hasta la semana, tengo pensadas más entradas con cosas de aquellos años.
Enhorabuena por el blog, coincido con Jesús, un placer leerte. (al igual que a él)
ResponderEliminarY gracias, por enseñarme a nadar, hace ya 26 años...
Un saludo.
Pablo.
Pues no sabía que fuiste uno de aquellos niños que enseñé. Ese trabajo me reportó, a la larga, muchas satisfacciones, porque sabía que transmitía a los chiquillos algo muy importante para ellos para el futuro. Era un trabajo a veces pesado, pero como digo satisfactorio con el tiempo, sobre todo cuando encuentro alguno de ellos ya mayor y me lo recuerda.
EliminarUn saludo con afecto, Pablo.
Carlos
Yo también estuve en Batallones muchos años....
ResponderEliminarEnhorabuena por el blog
X cierto se me va a cruzar y te voy a hacer algo con esa portada...
Saludos
Me alegro de irme reencontrando con antiguos alumnos, me hace sentirme un viejo profesor, ja, ja.
ResponderEliminarAyer precisamente también me escribió en el facebook (que maravilla para volver a contactar con viejos amigos) una antigua nadadora del club que conocí con 10 años sobre principios de los ochenta y la dejé de ver porque su familia se marchó fuera. Y ahora me cuenta que tiene dos hijos...Esto es algo curioso, estas experiencias, es como tener una máquina del tiempo, hacia adelante, claro.
Muchas gracias por tu elogio, escribir es algo que me viene de familia y me gusta hacerlo, aunque he sido un poco perezoso para intentar llegar más lejos.
Lo de la foto ya lo detecté hace tiempo y estoy a ver si lo corrijo, gracias por tu ayuda. He estado este mes muy ocupado y, de hecho, no he puesto muchas entradas como hubiera deseado.
Saludos