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5 de julio de 2014

LOS INVIERNOS DE SANTA CRISTINA - 3ª parte

Foto reciente. Cuando veo esta imagen, me vienen a la cabeza las muchas lejanas tardes contemplando este mismo paisaje. 
          En aquellos años de Santa Cristina disfrutamos mucho, nos reímos mucho, y surfeamos muchas olas. Porque nos empapamos de la esencia del surf, coger buenas olas una tarde con dos o tres amigos e irnos para casa pensando que mañana, o pasado, o muy pronto, habría otros buenos baños. Que las olas nunca se acaban, que siempre van a estar ahí, que son un maravilloso regalo que nos hace la Naturaleza para nuestro deleite. Y gratis, que es lo mejor.
  También es verdad que pasamos mucho frío, que nos llevamos muchos chascos cuando llegábamos pensando que el mar había subido lo suficiente y resultaba que no, o que la marea estaba muy alta, o que sencillamente no llegaba el mar para que hubiese una mínima ola.
Una tarde al salir del agua caminando por la carretera con los pies descalzos y congelados, al tropezar con una piedra me rompí una uña que me quedó deformada, aunque ahora es tan solo un recuerdo de aquellas tardes magníficas.
Llegábamos a la playa sobre las cuatro y media o cinco del atardecer invernal, cuando el sol ya comenzaba a declinar, y salíamos del agua sobre las 18,30. Ahí cogí yo conciencia, por vez primera, de la hora exacta en que anochecía en los inviernos. En diciembre, a partir de la 6 y veinte, la oscuridad ya nos impedía ver venir las olas.
Entonces salíamos del agua, tiritando, justo cuando la helada nocturna comenzaba a caer inmisericorde sobre la arena de la playa. Y sentías que los pies se te abrasaban, pero de lo frío que estaba el cemento de la carretera.
La primera maniobra era intentar abrir el coche, pero nuestros dedos eran incapaces de manejar la llave y con frecuencia teníamos que recurrir a algún paseante. La segunda, sacarnos el neopreno -o lo que cada uno se ponía-, tarea más complicada aún, ya que el frío nos sacaba la fuerza de los dedos y el relente gélido empeoraba aún más su parálisis. Después de estar dando saltitos para entrar en calor era un alivio cuando podías coger la toalla, secarte e intentar vestirte.

Aquí, yo disfrutando de las izquierdas.

  Con el tiempo me di cuenta de que como después de la playa teníamos que ir directamente al Club en donde yo trabajaba una hora más tarde, lo más práctico era sacarnos el traje y taparnos simplemente con la toalla, meternos en mi coche e ir directamente a estar 30 minutos debajo de la ducha caliente (¡¡qué placer!!). Aunque para ello teníamos que atravesar prácticamente toda La Coruña por el centro de la ciudad, y cuando parábamos en un semáforo los peatones miraban dentro del coche con asombro. Nosotros nos reíamos, no podíamos hacer otra cosa y, además, lo primero era lo primero; no íbamos a cambiar nuestra comodidad por un simple detalle como aquel.
Cuando llevábamos tiempo surfeando esta ola, yo empecé a preguntarme como sería cuando entrase un maretón enorme. Pero una tarde en que el Orzán se desfasó hasta el punto de que las olas, invadiendo la calzada, llegaron a girar algunos coches que circulaban por la avenida, corrimos hasta Santa Cristina, pensando que quizás aquel era el día de verla gigante. Pero al llegar allí también el mar estaba desfasado, quizás no por tamaño, ya que rompían dos metros, sino porque era el típico oleaje revuelto y poco apetecible. Ahí llegamos a la conclusión de que el tamaño ideal de mar para disfrutar en esta playa era el típico metro ordenado y glassy. Ni más, ni menos.
El reverso de una de las fotos atestigua la fecha.

Los surfistas que podíamos titularnos “locales” de Santa Cristina éramos Miguel, Alejandro Mesías, Manuel (no recuerdo su apellido), como habituales. Luego los esporádicos, que para su desgracia solo podían ir ocasionalmente (y si había olas, claro): Rufino, Tito, Carlos Coira, Pipo, José Andrés, Jose “Queimarán” y algunos más que ya no tengo en la memoria. Algunos me tendrán que perdonar que no los mencione, pero mentiría si dijese que recuerdo a todos los que por allí pasaron en aquellos años.
Pero hubo alguna excepción. Fue un chico (creo que era madrileño) que apareció un día por la playa y que se entusiasmó viéndonos coger olas. A los pocos días trajo una tabla de evidente fabricación casera, que me quedó muy grabada en la memoria para toda la vida. Era la...¿tabla? más original que he visto nunca. Y una demostración de que la ilusión nos puede cegar el sentido común hasta un punto inimaginable. Este muchacho, con enorme optimismo, había hecho lo siguiente: con unos paneles de corcho blanco (porespán, o poliestireno expandido) había conformado más o menos la silueta de una tabla. Pero ante la evidente fragilidad de aquellas delgadas planchas de corcho, compró una tela plástica, de skai en color gris, de forrar sofás, y envolvió los corchos con aquella tela para darle algo de rigidez. Pero como aquel forro exterior parecía empeñado en “desenvolverse”, remató la idea atando todo el conjunto con unas cuerdas, eso sí, unas buenas cuerdas, con lo que dicho conjunto quedaba aparentemente sólido. La punta era triangular, de líneas rectas, como para que rompiese el agua con su forma “hidrodinámica”. Y la popa era sencillamente rectangular: porque, si la parte de delante andaba, ¿cómo no iba a andar la parte de atrás, fuera como fuera ésta?
Íntimamente presentimos la corta vida de aquel engendro. Pero de nuestras bocas no salió ni una palabra de crítica, sino más bien “qué bonito”, “a ver si funciona...”. Era lo más que le podíamos decir en aquel momento, sin que creyese que lo queríamos desanimar, chafarle la ilusión, o sabotearle el experimento. Incluso, algunos nos llegamos a contagiar algo de su entusiasmado optimismo: “igual coge una ola”.
Llegado el momento de probarla. se echó al agua, remó encima de aquello hasta ponerse en el pico (lo logró, mucho mérito) y se dio la vuelta para tratar de correr la primera ola. Ésta llegó, lo cogió por debajo, lo desmontó de la tabla y a continuación la ola se entretuvo unos segundos (no necesitó más) en despanzurrarle el artilugio y echarle a perder muchas horas de trabajo, algún dinero y, por supuesto, la enorme ilusión del chaval.
Cuando llegó nadando hasta la orilla, traía debajo del brazo los restos de lo que, sin duda, era la mejor demostración de que el excesivo entusiasmo por el surf nos puede llegar a crear alucinaciones realmente preocupantes, desde un punto de vista de salud mental. Pero nadie se rió. Todos miramos aquellos trozos de corcho, tela y cuerda, ya totalmente sueltos, con aire de “qué raro, qué habrá pasado...”      
No he mencionado que el madrileño era un chaval excelente, a pesar de todo.
Yo en otra izquierda. Y juraría que el que espera la siguiente ola es Miguel Camarero.


1 comentario:

  1. ¡Hola Carlos!
    Desde luego que lo tuvisteis que sufrir y de lo lindo con aquellos frios y sin material. Recuerdo esos reversos de las fotos, tengo unas cuantas guardadas por casa, todavia estoy viendo a aquellos fotografos que deambulaban por la calle, te sacaban una foto y te daban la tarjeta del estudio para ir a recogerla.
    La anecdota que has contado del chico madrileño me ha resultado muy entrañable. Supongo que si hoy en dia alguien apareciese con algo similar por la playa todo el mundo empezaria tirar de movil para inmortalizar el momento y en 5 minutos estaria provocando todo tipo de comentarios en redes sociales. No se, disfruto mucho con las nuevas tecnologias y seria absurdo negar el avance que nos ha supuesto a todos los niveles, pero a veces pienso que hemos perdido cierta inocencia y si me apuras algo de humanidad.
    Un saludo y hasta la proxima.

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