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21 de julio de 2014

NORDKAPP.15 Fiordos y sol. La batalla de Narvik


       Siento algún ruido en medio de un sueño pesado y poco a poco me voy despertando. En un primer momento no recuerdo en dónde estamos durmiendo, lo que no deja de ser lógico ya que cada día lo hacemos en un sitio distinto, y aunque se trate solamente de conducir un coche, el organismo se agota y solemos dormir profundamente y despertarnos como si nos hubieran dado una paliza. Recupero mi consciencia y me acuerdo de Trömso, un puente, bastante tráfico...¡Ah, estamos en un camping de allí cerca, ya recuerdo! Y también, que ayer hizo un día desastroso que no me dejó admirar en su plenitud la belleza de estos parajes.
              Me levanto con cierta esperanza y abro la contraventana. Un chorro de luz entra por ella. Ha salido el sol, un sol radiante, que ilumina unas cumbres (que hasta hoy no había visto) con las que juguetean algunas nubes de tenue algodón, muy blancas, como girones de niebla arrancados de las inmensas rocas allá en lo alto.
Salgo a la puerta y veo actividad en el camping. La gente se ha levantado temprano; en estas latitudes, cuando se está en pleno verano y además hace un día así, cada minuto es precioso.
          Me peleo con Quim para convencerle de que lo del buen día no es una treta para no dejarle dormir, y al fin accede a comprobarlo. De inmediato se contagia del entusiasmo generalizado y se viste, aunque eso sí, no muy deprisa, ya que entusiasmo a esas horas, lo que se entiende por entusiasmo, no lo tendría ni con Kim Bassinger a la puerta, esperándole.
          Pero vamos cogiendo ritmo y empezamos a pensar en nuestro café-despertador.
          Abandonamos el camping y nos dirigimos a lo que parece ser un centro urbano y comercial pequeño pero importante.
          Comprar comida, cambiar dinero, coger gas oil y...en marcha de nuevo.
          No resisto la tentación de tomar mi máquina y hacer una foto de una cumbre emergiendo de un halo de niebla. Saltando por entre las rocas, una cascada que sale de algún glaciar, oculto a nuestra vista, cae hacia el valle. Pierdo unos minutos contemplando todo aquello y respirando ese aire mágico que tienen las mañanas como ésta.

Foto elbalcon de maria blogspot
        A un lado de la carretera corre un arroyo que desemboca a menos de cien metros, en el fiordo. Sus aguas me llaman la atención: son perfectamente cristalinas; el fondo, de cantos rodados, se ve como si el cauce estuviera vacío. En las márgenes ni un plástico, ni un desperdicio de esos que estamos acostumbrados a soportar en nuestro país. Esto último es quizás lo que más me llama la atención. Arroyos cristalinos tenemos muchos en España, pero limpios de plásticos en una zona semiurbana, imposible de encontrar ninguno. ¡Qué admiración me produce, al detectar este significativo síntoma, el profundo respeto de los noruegos por su Naturaleza! . Porque allí sí puedes hablar de “su” Naturaleza, ellos se han ganado a pulso el poder considerarla como propia, estoy convencido.


           Rodamos por una carretera ya más ancha que por las que hemos pasado estos dos últimos días. Me da la impresión de que, a medida que vayamos hacia el sur, la carretera irá mejorando, lo cual después resulta ser cierto,  pero muy poco a poco.
           Según transcurre la mañana, incluso los girones de nubes bajas comienzan a desaparecer, dejando que nos asombremos de lo que estamos presenciando, según avanza nuestro coche por la ruta.
Montañas inmensas que bajan abrupta y verticalmente desde alturas de más de kilómetro y medio hasta el nivel del mar, grandiosas cumbres totalmente rocosas que, semejando ser monstruos enormes, semitapados por los retazos de tupidos bosques, quisieran emerger y avanzar sobre la superficie azul oscuro de las frías y quietas aguas de los fiordos...
           Montañas que parecen atormentadas por una galopante erosión que hace que sus rocas se desmoronen a ojos vista, y que dan la impresión de ser la foto de un derrumbamiento, de un alud gigantesco de piedras y arena.
           Bosques de hayas, robles, arces. Aquí veremos pocos pinos o abetos; en la costa atlántica parecen predominar más estas otras especies, dejando las coníferas para el interior y más al sur. Son árboles de poca altura, pero que dan un bosque denso, en el que se adivina que existe una naturaleza prácticamente virgen. En Suecia se notaba que la masa arbórea era más artificial, creada por la mano del hombre, y de hecho se veían áreas recién taladas pero ya repobladas de inmediato.
           Y en medio de este grandioso escenario la tenue presencia humana. Pequeñas viviendas, siempre unifamiliares, nunca demasiado agrupadas, pero ocupando solo una pequeña porción de todo el paisaje que nuestra vista recoge. Como un colosal nacimiento, con sus pequeñas casitas de colores. Nos parece como si esta exigua huella humana fuese solo un mero e insignificante accidente en aquella inmensidad.
           El noruego es, quizás, el ser humano más respetuoso con su entorno, y Noruega uno de los estados que más tiene en cuenta el factor ecológico. Y ahora comprendo porqué es imposible vivir aquí sin temer, amar y respetar a la Naturaleza, verdadera dueña y señora de todo lo que vamos viendo.
           La carretera se interna hacia el interior, ascendiendo por zonas de montaña, en las que el mapa señala cierres fijos invernales, supongo que por hielo y nieve tan permanentes y en tal cantidad que es imposible mantenerla abierta. Veo en el plano que hay otra ruta costera, pero nosotros hemos escogido ésta por ser mas directa en nuestro rumbo hacia el mediodía, en dirección a nuestro próximo punto de interés: Narvik.


          Estamos haciendo el recorrido hacia el interior de un fiordo, para sortear este obstáculo natural, cuando vemos que se nos facilita el paso con un moderno y hermoso puente colgante. Dos estructuras en "U" sostienen, mediante dieciséis cables, ocho a un lado y ocho en el otro, la calzada de asfalto. Ésta es estrecha, sin arcén y con tan solo un minúsculo paso para los peatones. Esto me da que pensar, ya que uno no se gasta miles de millones en hacer un puente -hoy en día- sin tener en cuenta la futura capacidad. Pero recapacito y me doy cuenta de que en esta geografía, en este país, ya están en el futuro. La población no va a aumentar significativamente, y las condiciones que imprime la meteorología gran parte del año, restan rentabilidad a este tipo de inversiones en infraestructura. De hecho, a pesar de ser el país adecuado para construir inmensos y faraónicos puentes, con los que ahorrar hasta cientos de kilómetros en un recorrido, esta gente prefiere ser práctica, y solucionar el tema con un sencillo ferry, o con alternativas como la del tráfico aéreo.
         De hecho, me parece muy significativo el que, poco más adelante, cuando nos encontramos que en sustitución del trazado antiguo de la carretera -que sorteaba una inestable ladera montañosa al borde del mar- se han excavado varios y largos túneles, y que para pasar por ellos -piénsese que es un paso obligado, sin alternativas- hay que pagar peaje en una taquilla atendida por una hermosa noruega.

Foto Wikipedia. Narvik.

          Pocos kilómetros después del puente, llegamos a las afueras de Narvik, otra de las más importantes ciudades de esta parte de Noruega, notable en su historia más reciente por una cruenta batalla naval, terrestre y aérea que se desarrolló aquí durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes pretendieron dominar esta estratégica parte de Europa.
          Quizás influyera el magnífico día que disfrutamos, pero el caso es que esta ciudad nos parece por su ambiente, por su aspecto, incluso por el paisaje que la rodea, una urbe situada mucho más al sur de lo que realmente está.
           El sol es radiante, la temperatura permite caminar por sus animadas calles en mangas de camisa. Por eso nos choca leer en unos indicadores que se exhiben en un céntrico parque, que estás a solo 2.420 Km. del Polo Norte. Vamos, que si estuvieras en el hemisferio sur estarías caminando por el interior de la Antártida... Sin embargo, esta temperatura no tiene nada de anormal. Sus guías turísticas presumen incluso de que en invierno la temperatura media es de solo 4 grados bajo cero. Ello es debido a la templada Corriente del Golfo que sirve de gigantesco radiador de calor para estas costas, como ya expliqué.
           Aparte de la distancia al Polo, otras distancias que aparecen indicadas son: Oslo, 1.453 Km., Hamburgo 2.007 y París, ¡2.979 Km! Pensar que hasta París hay casi tres mil kilómetros,¡y lo lejos que está París de Ferrol! Allí constatamos Quim y yo, mirando con cara de consternación aquellos indicadores, lo mucho que todavía nos queda por conducir en los próximos días.


           Narvik no era más que unas cuantas granjas aisladas cuando, en 1898, una compañía estatal conjunta de Suecia y Noruega inició la construcción de un ferrocarril que trasladaría mineral de hierro desde Kiruna, en la Laponia sueca, hasta este puerto del Atlántico, libre en invierno de los hielos. El ferrocarril fue inaugurado en 1902, y desde entonces, en que recibió el título de ciudad, Narvik no ha dejado de crecer convirtiéndose hoy en día en una pujante urbe, con una industria manufacturera y de alta tecnología, y en la que existe el único Colegio de Ingeniería del norte de Noruega.
           Precisamente esa importancia estratégica fue la causa de que Hitler, al proyectar su invasión de Noruega, eligiera a Narvik como un objetivo prioritario.
           Es así que, el 9 de Abril de 1940, bajo una espesa ventisca, diez destructores alemanes entran el puerto de Narvik, hundiendo a dos navios de guerra noruegos. La ciudad es tomada, y los alemanes pasan a controlar el más vital recurso de la industria de guerra: el mineral de hierro.
           Varios días más tarde, una escuadra inglesa llega al fiordo noruego y aniquila la flota alemana durante un tremendo combate naval. El 28 de mayo tropas aliadas (noruegos, ingleses, franceses y polacos) entran en Narvik y la recuperan en solo unas horas.
           La noticia da la vuelta al mundo, ya que es la primera gran derrota de la "máquina de guerra" alemana y, además, la demostración de que Hitler no es invencible, tal como se creía en aquel momento. "¡Mirad Narvik!", gritaba la propaganda aliada, para levantar la baja moral que en aquellos días tenían sus tropas.

           Sin embargo, la situación en el frente del Oeste es aterradora, y sostener aquel agujero es imposible. Dos semanas más tarde, las tropas que defienden Narvik reciben la orden de abandonarla. La ciudad es recobrada por los alemanes que ya no se irán en cinco largos años.
           Todo ésto se relata con profusión de medios y de recuerdos en el Museo de la Guerra que visitamos con gran interés Quim y yo en aquella soleada mañana de agosto.
           El Museo ha reunido desde piezas de gran tamaño, como un tanque -que está expuesto a la entrada, en plena calle- y varios torpedos de los que se usaron en la batalla, hasta multitud de armas de todos los ejércitos que allí pelearon. Incluso está representado un nido de ametralladoras que, a finales de los años cincuenta, fue encontrado por un cazador en plena montaña, tal como quedó casi quince años atrás, con los cadáveres de los hombres que allí aguantaron, quién sabe cuanto tiempo, hasta morir posiblemente de hambre y de frío, clavados en su puesto.
           En uno de los folletos del Museo,  al  final de las amenas páginas en las que explica todo lo relacionado con la batalla de Narvik, emociona leer las siguientes frases:"Esperamos que todo ésto sirva para que la II Guerra Mundial no pueda ser olvidada". Pero creo que la memoria humana es, lamentablemente, muy flaca.

Foto: ihistorie.no

Foto:theatlantic.com. Puerto de Narvik tras el primer ataque aliado.

Fantasmagórica imagen de un barco de guerra alemán.

Soldados alemanes.

Combates en el inhóspito territorio del norte de Noruega, por el dominio de la línea férrea de las minas de hierro de Kiruna.
Soldados noruegos.


La línea de ferrocarril que transportaba el hierro desde Kiruna a Narvik.





15 de julio de 2014

LOS INVIERNOS DE SANTA CRISTINA (y 4ª parte)



Por supuesto que el bien más preciado en aquellos tiempos por nosotros era una tabla de surf, o por lo menos algo que se le pareciese (recuérdese la “tabla” del madrileño). El gran pionero Félix Cueto había traido una Bilbo a Ferrol, con la que se metía a veces. Félix no se prodigaba demasiado, no le gustaba el frío y la temperatura de nuestras aguas, algo más frías que las asturianas, era un grave inconveniente para él. Y quizás por eso, y porque tenía que compartir demasiado su Bilbo con sus nuevos amigos y compañeros de Escuela de Náutica, accedió a vendérsela a Miguel Camarero. Miguel estuvo surfeando durante varios meses con ella, hasta que un buen día me confesó sus intenciones de “acortarla”. Resulta que se había enterado de que las nuevas tablas iban acortando su longitud, y la Bilbo andaría, si no recuerdo mal, por los 2 metros y medio: demasiado para las nuevas tendencias.
Yo, sinceramente, no lo tomé en serio, hasta que, quizás al día siguiente o muy pronto de todas formas, apareció con la Bilbo “reformada”...La había cortado por la punta casi medio metro, pero como Miguel no era muy dado a perfeccionismos, se contentó con serrar, simplemente, la proa y creo recordar que le dio una mano de resina...o quizás ni eso.
Cuando vi la burrada que acababa de hacer me quedé paralizado de horror, más que por sus intenciones tan drásticas, por el resultado. Nunca nada me volvió a recordar tan bien la proa de un portaviones, como la de la nueva Bilbo. A mí me pareció un verdadero sacrilegio. Miguel tenía una tabla magnífica, que con la mía era lo mejor de que disponíamos, y le hacía aquello!!! Pero al final y accediendo a la invitación de su dueño y descuartizador le cambié mi tabla por la suya (“¡un ratito nada más, eh!”) para probar el resultado.
Y la verdad es que no giraba mal. Cierto es que había que esperar a la marea alta, y en la orillera vertical y estupenda que se formaba podías hacer maniobras en las que notabas que giraba muy fácilmente. Pero llevar delante de tí aquel “nose” extraño te daba una grima tremenda, una gran sensación de inseguridad.

Alejandro Mesías
Pero Miguel era un tío inquieto y emprendedor. Y cuando vio que su “solución” no había sido muy afortunada, decidió dar otro paso adelante: hacerse una tabla.
Pero el primer problema fue encontrar poliuretano. Después de mucho buscar se enteró de que los cofres congeladores de los bares utilizaban como aislante este material, pero con poco grosor y de una tonalidad amarillenta muy fea. Y, además, no se podía comprar en Coruña. Pero sí había "porespan" que, sin embargo, también tenía un grave inconveniente, y es que no resistía la resina de poliester, que lo fundía de inmediato al aplicarla sobre el poliestireno expandido. Pero al poco tiempo se enteró de que había otra resina que no atacaba al porespán, la epoxi, aunque era muy cara. Pero Miguel no se desanimó y se hizo con un bote de esta resina y adquirió también un buen bloque de porespan. Al poco tiempo había acabado su tarea. Más o menos, había conseguido dar forma a una “surfboard”. Como el color no le gustaba (a nadie le gustaba) optó por pintarla de rojo chillón, rojo sangre, vamos.
Aunque Miguel, que no era dado como ya expliqué a pararse en detalles, no se preocupó al dar la resina de lijarla posteriormente, con lo que le quedaron numerosos churretones en los laterales, que al secar se convirtieron en armas de destrucción masiva (o poco menos) para el que usase la tabla.
Fueron a probarla y al salir del agua alguien le dijo a Miguel “¡Jo, Miguel, se te ha desteñido la mierda de pintura que le has puesto!” Pero no eran de pintura las manchas rojas que Miguel tenía en la piel...sino sangre de las heridas que los afilados churretones de la tabla le habían producido.
Otra historia que reconozco que suena increíble, pero que juro que sucedió tal como lo voy a contar, fue ésta: Una tarde de aquellas invernales, en la que estando yo solo en la playa me había entretenido y disfrutado cogiendo orilleras con el tablón, al salir del agua y empezar a vestirme se me acercó un hombre de mediana edad, bien vestido, al que le acompañaba otro que se mantuvo al margen de la conversación. “¡Hola”, saludó sonriente, “te quería pedir autorización para utilizar unas imágenes que hemos filmado cuando cogías olas” Yo me quedé perplejo, y le pregunté “unas imágenes, ¿para qué?”. “Es para un anuncio publicitario, a ti no se te identifica mucho, pero necesito que me autorices a usarlas, claro”. Nunca entendí como aquel hombre se pudo confiar de mi palabra (cosas de esos tiempos, la gente era -éramos- muy confiada), el caso es que le contesté que no me importaba, por supuesto. Tampoco se me ocurrió aquello de “ya me darás una copia...”. Pero lo cierto es que me olvidé totalmente...hasta que un buen día fui a ver una película en un cine local. Entonces ya era habitual que antes de la proyección, te pasaran unos anuncios. Y me dio un pasmo cuando comenzó uno en el que salía un tío haciendo surf en Santa Cristina, una tarde invernal, y se oía una voz que decía: “Guarde Vd. también su equilibrio: Contrate Seguros XXXX (nunca llegué a fijarme qué Compañía era; normalmente me quedaba embobado viéndola, al menos las veinte primeras veces, y luego ya me daba vergüenza ajena y se me hacía insoportable). Porque al principio me hizo gracia, pero cuando llevaba dos años viendo el mismo anuncio en los cines de La Coruña, ya cerraba los ojos, o procuraba mirar hacia el espectador de al lado a ver qué decía. Y la verdad es, afortunadamente, nadie decía nada, ni le hacían mucho caso. Menos mal. Ya, entonces, empezaba esa fiebre enfermiza de aprovecharse de las imágenes de surf para resaltar anuncios y cosas así. Me hubiese gustado tener una copia, a pesar de todo, pero creo que ya es tarde para intentar pedírsela.
Durante mucho tiempo seguimos cogiendo olas en aquellas inolvidables tardes de Santa Cristina, de las que ya se puede notar que guardo muy buenos recuerdos; de aquellos atardeceres en los que veíamos, entre ola y ola, como el sol se iba poniendo por detrás de los eucaliptos que habían plantado en las escasas dunas del extremo oeste de la playa.
Entonces ya estaban de moda algunas discotecas en Santa Cristina, y cuando los sábados nos hartábamos de bailar y pasar calor, nos despistábamos un rato de nuestras chicas y, con alguna que otra copa de más encima, salíamos a disfrutar de la frescura de la noche, y caminábamos hasta el pico para intentar distinguir, a la luz de la luna, si ya rompían olas suficientes para que valiese la pena madrugar al día siguiente para venir a surfear.
No puedo recordar cuál fue el último día que cogí olas en Santa Cristina. Aunque tampoco creo que sea necesario, porque tengo suficientes imágenes todavía en mi mente de aquellos deliciosos años, de aquellas divertidas tardes de invierno, de las fascinantes experiencias que me permitió vivir y de los grandes colegas que me hizo conocer.

Creo que es Miguel perdiendo una ola que se deshace debajo de su tabla, mientras que los dos de atrás, ya muy mal colocados intentan remontar porque es posible que la corriente se los haya llevado fuera del pico.

5 de julio de 2014

LOS INVIERNOS DE SANTA CRISTINA - 3ª parte

Foto reciente. Cuando veo esta imagen, me vienen a la cabeza las muchas lejanas tardes contemplando este mismo paisaje. 
          En aquellos años de Santa Cristina disfrutamos mucho, nos reímos mucho, y surfeamos muchas olas. Porque nos empapamos de la esencia del surf, coger buenas olas una tarde con dos o tres amigos e irnos para casa pensando que mañana, o pasado, o muy pronto, habría otros buenos baños. Que las olas nunca se acaban, que siempre van a estar ahí, que son un maravilloso regalo que nos hace la Naturaleza para nuestro deleite. Y gratis, que es lo mejor.
  También es verdad que pasamos mucho frío, que nos llevamos muchos chascos cuando llegábamos pensando que el mar había subido lo suficiente y resultaba que no, o que la marea estaba muy alta, o que sencillamente no llegaba el mar para que hubiese una mínima ola.
Una tarde al salir del agua caminando por la carretera con los pies descalzos y congelados, al tropezar con una piedra me rompí una uña que me quedó deformada, aunque ahora es tan solo un recuerdo de aquellas tardes magníficas.
Llegábamos a la playa sobre las cuatro y media o cinco del atardecer invernal, cuando el sol ya comenzaba a declinar, y salíamos del agua sobre las 18,30. Ahí cogí yo conciencia, por vez primera, de la hora exacta en que anochecía en los inviernos. En diciembre, a partir de la 6 y veinte, la oscuridad ya nos impedía ver venir las olas.
Entonces salíamos del agua, tiritando, justo cuando la helada nocturna comenzaba a caer inmisericorde sobre la arena de la playa. Y sentías que los pies se te abrasaban, pero de lo frío que estaba el cemento de la carretera.
La primera maniobra era intentar abrir el coche, pero nuestros dedos eran incapaces de manejar la llave y con frecuencia teníamos que recurrir a algún paseante. La segunda, sacarnos el neopreno -o lo que cada uno se ponía-, tarea más complicada aún, ya que el frío nos sacaba la fuerza de los dedos y el relente gélido empeoraba aún más su parálisis. Después de estar dando saltitos para entrar en calor era un alivio cuando podías coger la toalla, secarte e intentar vestirte.

Aquí, yo disfrutando de las izquierdas.

  Con el tiempo me di cuenta de que como después de la playa teníamos que ir directamente al Club en donde yo trabajaba una hora más tarde, lo más práctico era sacarnos el traje y taparnos simplemente con la toalla, meternos en mi coche e ir directamente a estar 30 minutos debajo de la ducha caliente (¡¡qué placer!!). Aunque para ello teníamos que atravesar prácticamente toda La Coruña por el centro de la ciudad, y cuando parábamos en un semáforo los peatones miraban dentro del coche con asombro. Nosotros nos reíamos, no podíamos hacer otra cosa y, además, lo primero era lo primero; no íbamos a cambiar nuestra comodidad por un simple detalle como aquel.
Cuando llevábamos tiempo surfeando esta ola, yo empecé a preguntarme como sería cuando entrase un maretón enorme. Pero una tarde en que el Orzán se desfasó hasta el punto de que las olas, invadiendo la calzada, llegaron a girar algunos coches que circulaban por la avenida, corrimos hasta Santa Cristina, pensando que quizás aquel era el día de verla gigante. Pero al llegar allí también el mar estaba desfasado, quizás no por tamaño, ya que rompían dos metros, sino porque era el típico oleaje revuelto y poco apetecible. Ahí llegamos a la conclusión de que el tamaño ideal de mar para disfrutar en esta playa era el típico metro ordenado y glassy. Ni más, ni menos.
El reverso de una de las fotos atestigua la fecha.

Los surfistas que podíamos titularnos “locales” de Santa Cristina éramos Miguel, Alejandro Mesías, Manuel (no recuerdo su apellido), como habituales. Luego los esporádicos, que para su desgracia solo podían ir ocasionalmente (y si había olas, claro): Rufino, Tito, Carlos Coira, Pipo, José Andrés, Jose “Queimarán” y algunos más que ya no tengo en la memoria. Algunos me tendrán que perdonar que no los mencione, pero mentiría si dijese que recuerdo a todos los que por allí pasaron en aquellos años.
Pero hubo alguna excepción. Fue un chico (creo que era madrileño) que apareció un día por la playa y que se entusiasmó viéndonos coger olas. A los pocos días trajo una tabla de evidente fabricación casera, que me quedó muy grabada en la memoria para toda la vida. Era la...¿tabla? más original que he visto nunca. Y una demostración de que la ilusión nos puede cegar el sentido común hasta un punto inimaginable. Este muchacho, con enorme optimismo, había hecho lo siguiente: con unos paneles de corcho blanco (porespán, o poliestireno expandido) había conformado más o menos la silueta de una tabla. Pero ante la evidente fragilidad de aquellas delgadas planchas de corcho, compró una tela plástica, de skai en color gris, de forrar sofás, y envolvió los corchos con aquella tela para darle algo de rigidez. Pero como aquel forro exterior parecía empeñado en “desenvolverse”, remató la idea atando todo el conjunto con unas cuerdas, eso sí, unas buenas cuerdas, con lo que dicho conjunto quedaba aparentemente sólido. La punta era triangular, de líneas rectas, como para que rompiese el agua con su forma “hidrodinámica”. Y la popa era sencillamente rectangular: porque, si la parte de delante andaba, ¿cómo no iba a andar la parte de atrás, fuera como fuera ésta?
Íntimamente presentimos la corta vida de aquel engendro. Pero de nuestras bocas no salió ni una palabra de crítica, sino más bien “qué bonito”, “a ver si funciona...”. Era lo más que le podíamos decir en aquel momento, sin que creyese que lo queríamos desanimar, chafarle la ilusión, o sabotearle el experimento. Incluso, algunos nos llegamos a contagiar algo de su entusiasmado optimismo: “igual coge una ola”.
Llegado el momento de probarla. se echó al agua, remó encima de aquello hasta ponerse en el pico (lo logró, mucho mérito) y se dio la vuelta para tratar de correr la primera ola. Ésta llegó, lo cogió por debajo, lo desmontó de la tabla y a continuación la ola se entretuvo unos segundos (no necesitó más) en despanzurrarle el artilugio y echarle a perder muchas horas de trabajo, algún dinero y, por supuesto, la enorme ilusión del chaval.
Cuando llegó nadando hasta la orilla, traía debajo del brazo los restos de lo que, sin duda, era la mejor demostración de que el excesivo entusiasmo por el surf nos puede llegar a crear alucinaciones realmente preocupantes, desde un punto de vista de salud mental. Pero nadie se rió. Todos miramos aquellos trozos de corcho, tela y cuerda, ya totalmente sueltos, con aire de “qué raro, qué habrá pasado...”      
No he mencionado que el madrileño era un chaval excelente, a pesar de todo.
Yo en otra izquierda. Y juraría que el que espera la siguiente ola es Miguel Camarero.