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6 de mayo de 2014

NORDKAPP.13 Nosotros en el Cabo Norte

Secuencia del acercamiento a la línea del horizonte del sol de medianoche, sin llegar a ocultarse durante 73 días, desde finales de abril hasta mediados de agosto. Foto: Istockphoto
          Con un sol magnífico y con una temperatura que fácilmente recordaba un ambiente mediterráneo, tuvimos la suerte de visitar el Cabo Norte.
          Una gran explanada rodea un edificio de planta baja en donde están las completísimas instalaciones que los noruegos construyeron en 1988, con el fin de explotar la creciente corriente turística que se estaba produciendo hacia allí.
          Un restaurante y autoservicio, oficina de correos, tienda de recuerdos, etc., componen lo que se puede considerar la zona exterior. Porque luego, excavadas en plena roca, hay otras instalaciones subterráneas en las que tenemos un cine de superpantalla panorámica con 225 grados de arco, en el que se proyectan escenas de la vida en la región del Finnmark, de las cuatro estaciones anuales, descritas con una gran espectacularidad cinematográfica.
          Más abajo hay otra cafetería y sala de fiestas que posee un ventanal que da al exterior, a un balcón esculpido en la propia roca del acantilado, desde el que puedes ver el mar a tus pies...a trescientos metros de altura.
          La visita es sumamente interesante y nos lleva gran parte de la jornada.
          Cuando pasamos por delante de una cabina telefónica, nos sentimos tentados de establecer contacto con Canarias. Telefoneamos y, ¡oh prodigios de la ciencia!, la voz de mi mujer suena como si estuviese al otro lado de la calle. Me dice que le cuesta trabajo creer que estemos a diez mil kilómetros de distancia... Además, cuando llega la hora de pagar (funciona con tarjeta de crédito y te da el importe consumido) nos llevamos una sorpresa, ya que tres minutos de conversación solo nos cuestan cuatrocientas pesetas (lo que una cerveza).
          Me siento generoso e invito a Quim a comer en el restaurante, en donde disfrutamos de un almuerzo con vistas al Océano Glacial Ártico.
          Paseamos por la orilla del acantilado aprovechando el maravilloso día que nos ha tocado para esta visita, y admiramos el paisaje que se divisa desde allí. El mar está muy tranquilo y su color es de un azul oscuro que se pierde en la tenue bruma del horizonte, allá hacia donde a solo dos mil kilómetros está el Polo Norte.

Recorremos un poco esta costa de la isla Mageröya, llegando a la bahía Turfjorden, con las islas Stappen al fondo.
          La costa es abrupta y llena de cortes, acantilados, ensenadas y farallones de oscuras rocas. No hay playas, no parece ser una costa pródiga en arenales. Tampoco parece haber vida en ningún sitio. La tierra firme es desolada, ni un árbol, ni tan siquiera arbustos. Únicamente una hierba muy resistente parece cubrirlo todo, aunque el terreno es muy pedregoso. Y flores, muchas flores blancas,  como pequeñas bolas de algodón.
          Al salir del recinto del Cabo Norte después de nuestra visita, nos detenemos al borde de la carretera y nos sentimos obligados a erigir, nosotros también, unos pequeños montículos de piedras como los que se ven por todas partes. No sé exactamente cuál es la intención con la que hay que hacerlo, pero nos esmeramos en el trabajo. Al final nos fotografiamos, Quim y yo, cada uno al lado de su respectiva torre de pedruscos...

Vemos miles de montoncillos de piedras como éste, hecho por Quim para seguir la tradición.
          Después de haber estado diez días con el morro del coche apuntando siempre hacia el norte, emprendemos ahora el  viaje de retorno, lógicamente hacia el sur. Son las 17:05 del 17 de agosto de 1991. Ha sido un viaje largo hasta aquí arriba, pero no tengo la menor duda de que ha valido la pena.
          En la carretera de vuelta vemos un cartel indicador en una bifurcación, que en lengua inglesa dice:"Skarvag. El pueblo de pescadores más al norte del mundo". Como la desviación es de solo unos pocos kilómetros, tomamos la carretera que nos conduce hasta allí.

En un cruce de carreteras nos encontramos con unos puestos de venta para turistas, de artículos lapones, atendidos por unas mujeres de esa etnia, perfectamente diferenciada de los otros noruegos, aunque convivan en plena armonía con ellos. Son nómadas por la necesidad de trasladar sus rebaños de renos al principio del verano y del invierno. Aunque sus viviendas tradicionales son como las tiendas de los indígenas de Norteamérica (una semejanza que nos da mucho que pensar), también utilizan las modernas caravanas. 

          Al poco rato vemos unas tiendas de Lapones en un aparcamiento de la carretera. Están vestidos con el traje típico y claramente dedicados a vender recuerdos y artesanía a los turistas. Paramos, no tanto a comprar como a observarlos y hacer alguna foto, aunque no es el tipo de observación que a mí me gusta hacer. Un par de mujeres mayores atienden los puestos. Su carácter es tranquilo, sus rostros, como los de toda la gente adulta que vive aquí, presenta profundas arrugas, los Lapones más que ninguno. De ojos rasgados, nos miran con una mezcla de curiosidad, astucia y afabilidad, quizás porque quieren vendernos algo. Al lado de una rústica y milenaria tienda de campaña lapona (pieles de reno sujetas con varas) hay una moderna roulotte que parece complementar la vivienda de su propietario. Sus ropas son las típicas de estas mujeres, un vestido azulón con florecillas, rematado con tela de color rojo, y tapada la cabeza con el gorro típico con orejeras, también en un rojo chillón.
          Son gente que parece no desear perder su identidad, ya que conservan rasgos perfectos de su raza, lo que me indica que no deben de mezclarse mucho con los noruegos blancos en lo que se refiere a matrimonios, ya que ves gran cantidad de lapones con estos rasgos de pura raza. Igualmente conservan sus formas tradicionales de vida, ya que siguen practicando el nomadismo, en especial los de la montaña.
          Trato de fotografiar a una de estas mujeres, pero no me atrevo a pedírselo, una porque la foto no sería natural y otra porque me temo que me pida dinero a cambio, y yo no estoy por la 1abor. Por lo tanto le robo la foto, aunque la mujer se da cuenta y "posa" algo, pero vale, al menos me llevo un recuerdo. Para no irme con las manos vacías, escojo entre los objetos que hay a la venta un abrecartas de asta de reno, con unos dibujos muy rudimentarios de un reno y un paisaje del Cabo Norte.   Realmente, si aquellas mujeres estuviesen vestidas con trajes de volantes y vendiesen panderetas y     abrecartas de asta de toro, e hiciese treinta y cinco grados de temperatura, todo lo demás en aquel puesto de carretera sería igual.

Buscamos el "pueblo de pescadores más al norte del mundo"
          Seguimos hacia Skarvag. La carretera baja hacia el mar por entre colinas bordeando un minúsculo fiordo. Al fin llegamos a un caserío que rodea una marisma, por la que desemboca un pequeño río. El pueblo mira hacia la bahía que da al norte, por lo que aún en verano es algo sombrío y fresco; imagino que en invierno debe de ser estremecedor...

Al entrar en el pueblo volvemos a ver el letrero en el que sus habitantes presumen de su situación en el mapa. 
          Las casas son como todas, de madera, en diferentes y alegres colores, rodeadas por un césped verde esmeralda. No parece haber nadie en el pueblo, no vemos más que algunos chiquillos jugando y a los que llama la atención nuestra presencia, pues dirigen sus risas hacia nosotros y nos hacen señas. Junto a una casa, mordisqueando tranquilamente el césped que la rodea, veo un reno. Nos llama la atención la escena y nos detenemos a fotografiarlo. Un poco más allá veo otro.

En esta foto se ven tres cosas curiosas. Una de ellas salta a la vista, y es que varios renos salvajes (es decir, que vagan libremente) pastan muy tranquilos en la hierba de un jardín casero.  La segunda es esa portería de fútbol que se divisa en segundo plano; hay que imaginarse las ganas con que esperarán que llegue la luz y el buen tiempo -allá por abril o mayo como muy pronto- los jugadores del equipo local. Y la tercera es la bandera noruega que cuelga del mástil. En toda Noruega no dejamos de ver la enseña nacional ondeando por todas partes, tanto en instituciones públicas como en casas particulares.
           En una extensión de hierba en medio de las casas veo un campo de fútbol, y cerca, al lado de una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, con un campanario separado, tienen estos noruegos su cementerio, sencillas tumbas con lápidas verticales diseminadas por la pradera. Un dique de abrigo resguarda una pequeña flotilla de pesqueros, lo que me recuerda mucho a mi Galicia, pues son bastante parecidos a los de mi tierra, con formas quizás menos marineras, pero con los aparejos, mástiles, puente, etc. que me llevan a imaginar que estoy en Camelle, o en Muxía, con los bravos acantilados como fondo de la escena.

A mí me recuerda muchísimo los pueblecitos de pescadores de Galicia.

Hay cosas que me llaman la atención en esta aldea, por su peculariedad. Una de ellas es la pequeña iglesia metodista, construida en madera pintada de blanco, con el campanario en una edificación separada, lo cual es una costumbre medieval que también se conserva en algunas antiguas parroquias de Galicia. Y la segunda cosa peculiar es su cementerio, asentado en una cuidada pradera con pequeñas lápidas de piedra. La ensenada está orientada al terrible nordeste, viento que aquí puede traer frías y violentas tempestades. Para proteger sus embarcaciones cuentan con un dique de abrigo -por cierto muy recientemente construído, ¿cómo se las arreglarían antes?- En esas pequeñas embarcaciones estos hombres de la mar se enfrentan a uno de los océanos más tenebroso de todo el Orbe: el Ártico, y más concretamente el Mar de Barents, a donde desemboca este pequeño fiordo. Pero, claro, estamos hablando de vikingos.
           En medio del pueblo, en un alto mástil, ondea suavemente la llamativa bandera noruega.
Quim y yo bajamos del coche y, en silencio, observamos aquel sosegante escenario. Quizás nos imaginamos un día de invierno, quizás una furiosa ventisca entrando por aquella bahía, proveniente del cercano Polo Norte, y los barcos peleando con las olas para tratar de arrancar su riqueza al océano. O quizás vemos a aquellas gentes perfectamente integradas en el ciclo de las estaciones, los veranos con su languidez climática, los inviernos con su rugiente dureza, y en medio, aquellos noruegos trabajando con ilusión, porque si no tienes ilusión y ganas de vivir, me parece muy difícil sobrevivir aquí. En este pueblo no puede haber muchos depresivos, se habrían muerto ya todos de melancolía.
          No nos detenemos más tiempo. Cuando pensamos en el camino que nos queda y que hemos de hacerlo en solo diez días, nos agobiamos un poco. Y eso que aún no sabemos lo intrincado de la ruta que hemos de recorrer a lo largo de toda Noruega.
En Honnisvag, esperando el ferry.
          Retornamos pues a Honnisvag, con la intención de echarle un rápido vistazo antes de embarcarnos. Leemos que, como tantas otras ciudades noruegas, ésta también fue literalmente arrasada durante la guerra. En la estación marítima vemos dos fotografías, una de 1945 en la que solo permanece en pie la iglesia, ya que los restantes edificios han sido destruidos o han ardido, y otra actual en la que se ha reconstruido todo alrededor. Viendo estas fotos nos damos cuenta de la furia del ejército nazi contra esta gente, que resistieron heroicamente la agresión de los alemanes, que pretendían dominar toda esta zona con el objeto de atacar a los rusos por el norte, y la ubicación de la neutral Suecia estorbaba el que pudieran cruzar la península escandinava más al Sur.


          Pronto aparece el ferry, y al poco rato Quim y yo, acodados sobre la baranda de madera del barco, nos deleitamos con el sosiego de la tranquila navegación y con la visión de los ya dorados rayos del sol incidiendo sobre las aguas, brillantes como espejos, libres de brisas en la estable atmósfera veraniega. Cae la tarde lentamente, y aquí sí que es lentamente, tanto que incluso durante algunas semanas del año nunca llega a caer del todo, mientras que dura el "sol de medianoche".
          Pronto estamos haciendo kilómetros a todo meter, ya que deseamos ganar espacio en el mapa y descender hacia el sur todo lo posible. Nos duele perdernos lo que sin duda deben ser paisajes muy hermosos, pero no tenemos otra alternativa.
          Pretendemos llegar a dormir a Alta, y nuestra ruta deja la zona marítima y se interna en la estepa nórdica, y al cabo de unos sesenta kilómetros la carretera se hace más sinuosa, empieza a discurrir entre montañas, y pronto corremos paralelos a un río de aguas turbulentas.
          Ya hay muy poca luz cuando llegamos a Alta. Localizamos el Camping y aparcamos al lado del edificio de recepción, un caserón de madera que parece ser una antigua mansión reconvertida en acampadero para turistas. Una noruega grande, gruesa y de hermoso pelo blanco, que se disculpa por no hablar inglés, nos señala nuestro sitio y nuestras obligaciones como campistas, todo ello mediante hábiles señas que entendemos perfectamente.
          Montamos la tienda y para ir al barracón de la cocina se me ocurre llevar el coche, para no acarrear con los bártulos de hacer la cena. Al poco aparece la misma señora de antes hecha un basilisco, señalando las tremendas huellas que las dos toneladas del Mitsu han hecho en un cuidado pero demasiado húmedo césped, cuya fragilidad no hemos advertido por la escasez de luz. Su diatriba, más que afligirnos nos deleita, ya que nunca nos habían echado una bronca en noruego, es toda una nueva experiencia, que duda cabe.
          Para corresponder, le pedimos perdón en español, puesto que nos imaginamos que será también una nueva experiencia para ella. No parece mostrarse muy agradecida y se marcha refunfuñando, adivinándose en sus frases alguna que otra maldición para “estos italianos...”

El sol, en plenas horas nocturnas. Foto Bjarne Riesto


3 comentarios:

  1. Que tal Carlos!
    Curiosa y espectacular esa imagen primera del sol, no tenia ni idea. Es cierto, la 9ª foto podria ser perfectamente un lugar cualquiera de la costa gallega. Con respecto a lo de las montañitas esas de piedra, recuerdo haber leido hace no mucho que en ciertas zonas era tal la cantidad de monticulos que hacian los visitantes que estaban empezando a pensar en eliminarlos pues alteraban el paisaje. De verdad que por momentos parece que estoy ahi con vosotros, y es que lo relatas muy bien, de aque salia una novela...jeje
    Saludos y hasta la proxima!

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  2. Con el tiempo, he visto que esa costumbre de los montoncitos de piedras ha proliferado en muchos lugares naturales que son visitados por los turistas.
    Un abrazo y gracias por tus comentarios, Fran.

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