Translate

31 de mayo de 2015

NORDKAPP. Epílogo


              Conozco mucha gente que pudiendo viajar, no lo hacen. Y no es por falta de dinero, ni de tiempo. Simplemente, no les apetece. Y así lo confiesan. 0 no llegan a reconocerlo, y se inventan las excusas más peregrinas para justificar su falta de apetito viajero. O más sencillo todavía, no les remuerde la conciencia por ello.
              Pero para mí ése es un pecado imperdonable.
              En primer lugar, cuando uno viaja y conoce a sus semejantes, los que habitan en otros lugares, que tienen otras costumbres, otras inquietudes, otros problemas, otras formas de ser y de vivir, se vuelve más tolerante (gran virtud del ser humano) y entiende mejor al prójimo, viva éste a treinta metros o a treinta días de viaje.
              En segundo lugar, si uno viaja con espíritu observador y analista, goza profundamente del viaje. Uno se da cuenta de por qué son como son muchas cosas, y la propia capacidad de asombro y curiosidad se le desarrolla a uno enormemente, todo ello con el consiguiente placer añadido a la excursión.


              Porque si bien es cierto que los paisajes o los monumentos de un país deben ser siempre visita obligada para el viajero, es sumamente importante que éste se mezcle con el indígena, se sumerja en su forma de vida, y experimente esos pequeños detalles que conforman la existencia diaria.
              Entrar en un supermercado y observar como son los productos que, parecidos, uno suele comprar en su país de origen; ver como compra el ama de casa del lugar, mientras sujeta al hijo pequeño de tres años que pugna por escapar de la mano de su madre, preocupada por comparar los precios, tal como nos sucede a nosotros también. Observar las reacciones de esas personas de un país lejano y extraño, cuando les planteas algún problema que te ha surgido y que tratas de que te ayuden a resolverlo. Trabar conversación con el dueño del camping y descubrir que ha estado de vacaciones en España, en donde se lo pasó muy bien y ahora se muestra afable contigo. Incluso enojarse dignamente cuando alguien, al saber que eres español, tuerce el gesto. Respirar el mismo aire, beber la misma agua, alimentarnos como ellos. Y, en definitiva, disfrutar de una de las cualidades más hermosas y productivas del ser humano: una sana e insaciable curiosidad por conocer, por lo distinto, por lo diferente, por lo distante.
             Todo eso forma parte del encanto de viajar, de recorrer esas tierras exóticas de las que tanto habías oído hablar y que te las imaginabas más o menos como son, o a lo mejor, totalmente diferentes de como son en realidad, con lo que vas de sorpresa en sorpresa, de entusiasmo en entusiasmo, de aventura en aventura, de novedad en novedad.
              Una de mis aficiones predilectas cuando viajo, es contemplar las conversaciones de los naturales del país. Nada más lejos de mi intención que comportarme como un maleducado, entre otras cosas porque suelo ser incapaz de entender exactamente lo que están hablando. Pero es que viendo sus gestos, sus expresiones, me voy haciendo una idea de cómo es esa gente que acabo de conocer.
              Volviendo a nuestro viaje, siempre me asombró -latino que soy- la sosegada expresión de los contertulios nórdicos. Se dicen las cosas mirándose a la cara, pero sin demostrar apasionamiento, trátese de lo que se trate. Sus manos permanecen quietas, a diferencia de cómo hablan los españoles y no digamos los italianos. Verlos hablar a esa gente del norte es verdaderamente relajante, te da un sosiego tremendo. Si bien es verdad que parece como si tuvieran el rostro de madera, por lo inexpresivo, al poco de observarlos te das cuenta de que ellos también son expresivos, pero a su manera.


               Esos ojos -frecuentemente claros- parecen penetrar en el alma de su interlocutor y su expresividad se limita a suaves y tranquilos gestos que apenas alteran las líneas de sus rostros.
               Algo que considero fundamental para el viajero es que se integre de vez en cuando, a lo largo de su viaje, con una familia del país visitado. Es difícil con las costumbres de hoy en día lograr eso, pero desde hace tiempo funciona lo que en España se denomina turismo rural, en el que una familia te aloja en su casa (o el bed and breakfast británico). En esos alojamientos, que son habituales en áreas no ciudadanas, puede el viajero conseguir un poco de esa integración en la vida de los nativos del lugar, con lo que además las formas de vida y costumbres son más singulares, más puras, más genuinas. Siempre que uno pueda, debe de realizar esa experiencia.


               Las ciudades son interesantes de visitar por diversas razones que no vamos a citar aquí, por ser de sobra conocidas. Pero en el fondo todas las urbes son muy parecidas. Donde uno nota realmente y en mayor grado las diferencias de un país a otro, es en el ámbito rural.
               Nosotros en nuestro periplo europeo fuimos con los ojos bien abiertos y con la curiosidad a flor de piel. Y os aseguro que íbamos de sorpresa en sorpresa, disfrutando por ello de nuestro viaje una enormidad.
               Tratar de imaginar como será el territorio que aparece en el mapa y que tú te dispones a recorrer, no saber lo que te aguarda detrás de cada curva de la carretera, esperar impaciente a ver cuál es la próxima curiosidad con la que ensayaremos nuestro hábito de sorprendernos por casi todo. Ese es el verdadero espíritu del viajero que aprovecha y goza de verdad con su viaje.
              Y ya el colmo de la satisfacción es poder recordar lo suficiente como para contárselo a tu familia, a tus amigos y a cuantos tengan la paciencia -o tu misma ansia viajera- de escuchar tu relato.
             Obviamente, es con esas personas con las que más me identifico -como viajero- y por eso les doy la más emocionada gratitud por haberme leído hasta aquí.


F I N

10 de mayo de 2015

NORDKAPP.21 Los últimos kilómetros


       Después de un sueño más reparador que en otras ocasiones (nos hacía falta, no cabe la menor duda), dejamos el tranquilo y pequeño camping francés y echamos a rodar nuevamente en dirección sur. Para llegar a casa hay dos itinerarios posibles aunque sospecho que uno es más largo que el otro. El primero es salir de Francia por Perpignan y, pasando por Barcelona, tomar la ruta de Galicia.
           La otra posibilidad es la de seguir la ruta de Poniente por el norte de los Pirineos. La única duda es como estarán las carreteras por cada uno de los dos lados, en especial las francesas, que desconocemos.
           Sin embargo y aún siendo la ruta menos conocida, escogemos ésta última a pesar de no tener referencias de ella y no constar en el mapa que sea totalmente de autopista, aunque luego en la práctica resultará ser al menos de autovía, casi en un 90%.
           Otra de las razones para escoger el camino francés ha sido la de que suponemos que va a hacer mucho menos calor al norte de la cadena montañosa pirenaica. Sin embargo, cuando son las doce de la mañana y paramos a comer algo, el calor roza ya los treinta y tantos grados a la sombra. Por supuesto que nuestro potente acondicionador de aire funciona a la perfección y ello nos permite una conducción más relajada.
          En cuanto nuestra ruta gira de dirección sur a dirección oeste, el sol y el exceso de luz nos molestan bastante. Combatimos uno con el aire acondicionado y el otro con unas buenas gafas de sol.
En el tramo entre Toulouse y Burdeos, con el sol entrando a raudales por el cristal delantero, la conducción es incómoda y agotadora por el esfuerzo de distinguir la carretera a contraluz.
         En algún momento le damos descanso al acondicionador y abrimos las ventanillas. Una oleada de calor penetra por ellas y nos hace cambiar rápidamente de idea. Sabemos que el consumo del combustible es algo mayor, y desearíamos ahorrar gasoil, pero cuando notamos la diferencia pulsamos urgentemente el conmutador azul que produce casi al instante un chorro de aire fresco.
         Es curioso el efecto del aire acondicionado en un coche, cuando viajas por una zona muy calurosa. Te da la impresión de que, al abrir la ventanilla, te seguirá entrando esa bocanada fresca y agradable que sientes, como si estuvieras en primavera o finales del invierno de un día soleado. Y por eso siempre te sorprende el  aire abrasador que te rodea de inmediato.

Foto "viajar.elperiodico.com"
           Por fin el día va declinando, la temperatura se suaviza, y alcanzamos la costa atlántica francesa, que goza de un clima suave.
          Al poco llegamos a la frontera española, en donde un policía aduanero se enrolla con nosotros a propósito de la matrícula del coche, que es de Tenerife. El ha estado trabajando allá y guarda un buen recuerdo de las islas. Nos despide con afabilidad y enseguida estamos en San Sebastián, en donde pretendo sacar dinero para los últimos gastos que nos quedan de este viaje.
         Aprovechando, nos damos un relajante paseo por la playa de Gros, en cuyas olas un montón de surfistas están disfrutando de lo lindo. La tarde es casi fresca y se agradece, después del calor que hemos sufrido.
        Hacemos balance de lo que nos queda y barajamos la posibilidad de continuar sin detenernos hasta llegar a Galicia, en vez de dormir por aquí, tal como habíamos planeado en un principio.
Estamos despejados y con ganas de terminar ya esta paliza kilométrica, y además se produce en nosotros un efecto curioso. Estar ya en Donosti nos da la sensación de estar a un paso de casa, vamos, que se trata de un corto paseo hasta allí, por lo que optamos por seguir. Para lo que queda, lo hacemos y ya está. ¿Qué son setecientos u ochocientos kilómetros para nosotros?. De madrugada ya podremos acostarnos en unas camas de verdad.
       Ya de noche cerrada, en alguna cafetería de carretera de Burgos o León, o por ahí, decidimos parar a tomarnos un bocadillo. Nos plantamos en el mostrador y después de un buen rato de espera nos atiende un camarero. La atención de este profesional resulta ser de lo más lamentable, por lo que después de someternos a sus humillaciones para pedir un par de bocadillos, Quim y yo nos miramos mutuamente y, tras pensar lo mismo, decidimos abandonar la cafetería, los bocadillos y, como no, la mala educación del camarero.
       Sigo reafirmando, después de este incidente, que cuanto más al sur más inaceptable es, en muchos casos -todos no, gracias a Dios-, la atención en este tipo de establecimientos. Soportar esperas desmesuradas y sin motivo, falta de atención, escasas sonrisas o simpatía, son algunos de los inconvenientes que el cansado e indefenso viajero ha de arrostrar en estos sitios.
      Ya en Francia -ayer— sufrimos, con la que parecía ser la propietaria de un bar en donde nos tomamos un refresco, un trato poco gratificante y acogedor. El gesto hosco, ceñudo y que parece estar a un paso del improperio cuando pides algo que se sale mínimamente de lo rutinario, es cosa demasiado habitual en estos establecimientos. Insisto en la diferencia con los nórdicos. En Francia en principio se lo achacamos a ser españoles, pero cuando nos sucede lo mismo en España, tuvimos que elaborar otra teoría al respecto. Pero bueno, quizás es que nosotros estemos un tanto estresados de tanto viaje, y tenemos la sensibilidad a flor de piel.
       La noche transcurre monótona mientras recorremos rutas que cada vez son más familiares, y siendo las cuatro de la mañana estamos ya en la carretera de Rábade a Villalba, a menos de una hora de casa, cuando ¡oh desesperación!, nos topamos con una densa niebla que nos hace reducir la marcha a límites casi de ir a pie.
       Paradójicamente, después de recorrer un área como es la Escandinava, en donde la visibilidad en carretera suele ser un handicap para el conductor, venimos a tropezar a estas alturas con este puré de guisantes que nos frena la tan ansiada llegada a... !casiiitaaaa!.
       Serían -iba muy dormido para saberlo con exactitud- las seis de la mañana cuando aparcamos en el patio de mi casa, en Balón, Ferrol, Galicia. Abro la puerta del coche, y subo tambaleante la escalera de acceso. Solo me he preocupado de coger mi almohada y el neceser de aseo. Quim va tan flotando como yo.
       Aterrizo en ¡mi camiiitaaa! y comienzo un largo y pesado sueño que durará hasta el mediodía...